Archivo de la categoría: Poesía

IDA VITALE CUMPLE CIEN AÑOS

EUFEMÉRIDES

La poeta Ida Vitale, Premio Cervantes en 2018, cumple un  siglo de vida en plenas facultades

Francisco R. Pastoriza

         El abuelo paterno de Ida Vitale, Félix Vitale D’Amico, llegó a Uruguay desde Sicilia después de un viaje terrible en un barco destartalado. Había participado en las guerras de unificación de Italia formando parte de las brigadas de Garibaldi, y llegó dispuesto a divulgar la biblia de la logia masónica en la que militaba. Establecido en Montevideo, se casó con una maestra uruguaya con la que tuvo doce hijos. El bautizado como Publio Decio, casado con Hortensia Povigna,  fue el padre de Ida Vitale. La poeta nació el día de difuntos de 1923, hoy hace cien años, en una familia amante de la cultura y de los libros: en su biblioteca los había en español, italiano y francés, aunque ninguno de poesía.

         La afición a la poesía le llegó después de leer el poema “Cima” de Gabriela Mistral, que aprendió de memoria, y aumentó en la Facultad de Letras de Montevideo gracias a la influencia de un poeta español exiliado, José Bergamín, con quien Ida Vitale mantuvo una estrecha amistad a pesar de las advertencias de otro poeta, también español y también exiliado, León Felipe, que trató de prevenirla contra lo que consideraba nefastas influencias de Bergamín. Cuando empezó a escribir poesía, Vitale hizo llegar sus versos a otro poeta español exiliado, Juan Ramón Jiménez, que elogió aquellos primeros poemas e incluso incluyó algunos en una antología de poetas jóvenes. Así que el exilio español estuvo muy presente en los orígenes de la poesía a la que aquella mujer iba a dedicar su vida. Tal vez por eso algunos de los grandes premios que obtuvo llevan marchamo español: el Federico García Lorca, el Reina Sofía y sobre todo el Cervantes. Con María Zambrano, Dulce María Loynaz, Ana María Matute, Elena Poniatowska y Cristina Peri Rosi, forma el sexteto de las únicas mujeres que lo recibieron. Sin embargo, a pesar de que publicó su primer libro en 1949 (“Luz de esta memoria”), en España su obra no llegó hasta 2002. Su primer libro aquí fue “Reducción del infinito”, cuando ya tenía 79 años. En 2017 Tusquets publicó su “Poesía reunida”, en orden cronológico inverso: “Mínimas de aguanieve” (2015), “Trema” (2005), “Procura de lo imposible” (1998), “Oidor andante” (1972), “Cada uno su noche” (1960), “Palabra dada” (1953). Uno de sus libros que les recomiendo vivamente es “Léxico de afinidades” (1994), en el que recoge por orden alfabético las palabras que le sugieren un significado particular y en el que alterna versos con fragmentos de memorias y con pequeñas prosas poéticas y ensayísticas.

         Ida Vitale forma parte de una ilustre generación uruguaya que el crítico Emir Rodríguez Monegal llamó de 1945, en la que se incluyen Angel Rama, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño, Carlos Maggi y María Inés Silva Vila entre otros. Con Ángel Rama, padre de sus hijos Claudio y Amparo, se casó en 1950 (Bergamín fue uno de los testigos de la boda). Se separaron en 1964. Ángel Rama murió en aquel accidente de un aparato de Avianca que se estrelló en los alrededores del aeropuerto Madrid-Barajas en la madrugada del 27 de noviembre de 1983, en el que también viajaban el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia y el peruano Manuel Scorza con su esposa, la poeta Marta Traba.

En 1973 Uruguay era un país con una democracia perfecta y una sociedad pacífica, hasta el punto de que se conocía como la Suiza de América. Ida Vitale daba clases, publicaba sus poesías y colaboraba en diarios y revistas (Marcha, Época, Clinamen, Maldoror). Ese año, tomando como excusa la lucha contra los tupamaros, Juan María Bordaberry dio un golpe de estado e impuso una dictadura que desató persecuciones contra izquierdistas y demócratas. Cuando la policía entró violentamente en la casa buscando a su hija Amparo, Ida Vitale supo que tenía que marcharse del país. Sus simpatías con el régimen castrista y sus viajes por la URSS la convertían en sospechosa de extremismo político para el nuevo régimen. Se exilió ese mismo año con su segundo marido, el poeta Enrique Fierro, veinte años más joven (había sido alumno de Rama). Primero en México, donde trabajó como profesora y colaboró en “Vuelta”, la revista que dirigía Octavio Paz y, tras una estancia en Uruguay entre 1984 y 1989, donde Fierro ejerció como director de la Biblioteca Nacional y ella era responsable de cultura del semanario “Jaque”, una oferta de la Universidad de Austin (Texas),  llevó a la pareja a establecerse en los Estados Unidos (en “Shakespeare Palace” recogió las experiencias del exilio). Tras la muerte de su marido en 2016 Ida Vitale regresó definitivamente a Uruguay, donde reside desde entonces (“Regresar es/volver a ocuparse/de devolver a la tierra/el polvo de los últimos meses”) y donde, a pesar de su edad, desarrolla una frenética actividad escribiendo, publicando y viajando incesantemente a ferias del libro y a actos literarios en los que participa. “Para sentirme en casa –ha dicho- necesito una biblioteca pública y un aeropuerto”. En marzo de este año estuvo en Buenos Aires y en septiembre viajó a España para presentar “Donde vuela el camaleón”. En su centenario se le rendirá un homenaje en la Residencia de Estudiantes, donde se aloja.

         El documental “Ida Vitale”, de María Inés Arrillaga, recoge en bellas imágenes la biografía de la poeta y sus testimonios. A la presentación en el Festival de cine de Málaga asistió también la poeta. Arrillaga es nieta de Silva Vila, compañera de Ida Vitale en aquella generación del 45.

50 AÑOS DE LA MUERTE DE W.A. AUDEN

EUFEMÉRIDES

W.H. AUDEN. POESÍA, SEXO, RELIGIÓN

50 años de la muerte del poeta

Francisco R. Pastoriza

         La poesía y la música fueron las dos grandes pasiones de Wystan Hugh Auden. A ellas dedicó su vida, pero también tuvo tiempo para el ensayo literario, el teatro y el compromiso político. En 1935 se casó con Erika, hija de Thomas Mann, sólo para que ella pudiera conseguir la nacionalidad británica y huir del nazismo. Auden era homosexual y Erika lesbiana; ambos, antifascistas y de izquierdas. También ayudó a la República española como conductor de ambulancias y locutor de radio en la guerra civil, desde las Brigadas Internacionales. Escribió su experiencia en el poema “España, 1937”, que a pesar de ser uno de los títulos más celebrados de su carrera sin embargo retiró de sus Obras Completas: hay un pasaje enigmático de su vida relacionado con la guerra de España, de la que volvió a su país desencantado del comunismo. Este poema se ha incluido en la selección de la poesía de Auden publicada en España por Galaxia Gutenberg con el título “Los señores del límite” y también se puede encontrar en “Canción de cuna y otros poemas” de Lumen. Auden dedicó estudios literarios a Shakespeare, Goethe, Virginia Woolf y Cavafis (algunos se incluyen en “El arte de leer”, publicado también por Lumen). Sobre música escribió de Wagner y Verdi y compuso letras para una soprano inglesa («Cuatro canciones de cabaret para Miss Hedli Anderson»), entre ellas “Funeral Blues”, que se utilizó en las películas “El club de los poetas muertos” y “Cuatro bodas y un funeral”.  También escribió el Himno a las Naciones Unidas, al que puso música Pau Casals. Hoy se cumplen cincuenta años de su muerte en Viena.

En la Edmund’s School de Hindhead Auden conoció a Christopher Isherwood, que después sería novelista de éxito, con quien formó pareja y con el que escribió varios ensayos y obras de teatro (Isherwood es el autor de la novela que Bob Fosse adaptó al cine en “Cabaret”). Se lo presentó A.S.T. Fisher, un sacerdote homosexual anglicano amigo de Auden, en un momento difícil en el que el poeta creía haber perdido la fe a causa del comportamiento del clero cuando se destaparon en Inglaterra numerosos casos de pederastia. Junto a Isherwood formó un círculo literario conocido como el Grupo de Oxford,  en el que también estaban Cecil Day-Lewis, Louis MacNeice y Stephen Spender, que lo acompañó a la guerra de España. Huyendo de la homofobia de la sociedad británica la pareja vivió en Berlín dos años durante la república de Weimar, donde se relacionaron con Klaus Mann y Hannah Arendt. Abandonaron Alemania ante el auge del nazismo y en 1935 se instalaron en Sintra (Portugal). Fueron juntos a la guerra chino-japonesa, de la que escribieron “Viaje a una guerra” y ambos escribieron conjuntamente obras de teatro (“The Dog Beneath the Skin”, “The Ascent of F6”).

Auden nació en 1907, hijo de un médico de clase media de una familia con varios clérigos anglicanos, y comenzó a escribir poesía romántica en la estela de Worsworth y Thomas Hardy pero la lectura de T.S. Eliot y más tarde sus contactos con el autor de “Tierra baldía” (que rechazó su primer manuscrito en 1927) le cambiaron la vida. Educado en el marxismo y el sicoanálisis, doctrinas en vigor en los años 30, en el Church College de la Universidad de Oxford tuvo como profesor a J.R.R. Tolkien, el autor de “El señor de los anillos”. Su trayectoria vital estuvo marcada por dos guerras mundiales, las revoluciones china y rusa, la ascensión y caída del fascismo y décadas de guerra fría, capitalismo y cultura de masas.

En 1930 publicó su primer libro, “Poemas”, promovido por T.S. Eliot y desde entonces no paró de escribir hasta superar los 400 poemas y otros tantos ensayos, reseñas y críticas de literatura, historia, política, música, religión. Con “Poemas” (donde prácticamente anuncia el hundimiento del capitalismo) se convirtió, a los 21 años, en el portavoz de su generación. Siguieron “La mano del teñidor”, “Elogio de la piedra caliza”, “Hombre doble”, “El escudo de Aquiles”… Fue Premio Pulitzer de Poesía en 1948 por “La edad de la ansiedad” y candidato al Premio  Nobel en 1963, 64 y 65, sin que se lo dieran nunca.

En 1939 se fue a vivir a los Estados Unidos con Isherwood y se nacionalizó norteamericano, un gesto que desató una polémica que llegó hasta el Parlamento británico, donde sus detractores lo calificaron de traidor y cobarde por haber abandonado Gran Bretaña en plena guerra. No era cierto: en Estados Unidos intentó alistarse pero lo rechazaron por homosexual. La prensa intentó desprestigiarlo y llegó a relacionarlo con Guy Burgess y los «cinco de Cambridge», el círculo de espías británicos que vendieron secretos de Estado a Rusia: los otros cuatro eran Anthony Blunt, Donald MacLean, Kim Philby y John Cairncross. En América vivió con Carson McCullers y Benjamin Britten, junto a los que estableció una comunidad creativa a la que llamaron “February House”. En California conoció a un poeta de 18 años, Chester Kallman, que fue su pareja durante muchos años. Con él compuso piezas de ópera para Stravinski y Werner Henze. Cuando se separaron, Kallman se retiró a Atenas (murió allí en 1973) y Auden regresó a Europa y fijó su residencia en Austria hasta su muerte.

Aunque detestaba el rock, a Auden le gustaban Los Beatles y elogió las letras de John Lennon. En los Estados Unidos volvió a los temas religiosos en su poesía después de leer a Kierkegaard. También regresó a la fe en el seno de  la religión anglicana con una profundidad que le llevó incluso a sicoanalizarse para renegar de su homosexualidad, sin conseguirlo.

W.A. Auden vivió muchos años afectado por el síndrome Touraine-Solente-Golé, una enfermedad que deterioraba su aspecto físico y le dejaba la cara “como una tarta de bodas olvidada bajo la lluvia”, según sus propias palabras.

EL SIGLO DE MUTIS EL GAVIERO

EUFEMÉRIDES

EL SIGLO DE MUTIS EL GAVIERO

Francisco R. Pastoriza

         La última vez que vi en Madrid a Álvaro Mutis fue en 2002, cuando llegó para recibir el Premio Cervantes. En otra ocasión lo entrevisté cuando asistió a la presentación en España de la película de su paisano Sergio Cabrera “Ilona llega con la lluvia”, basada en aventuras dispersas de su personaje Maqrol el Gaviero. Álvaro Mutis era entonces un escritor consagrado  que a pesar de tener casi 80 años desplegaba una actividad incansable. Venía de México, donde vivía y a donde hacía años que había llegado desde Colombia huyendo de la petrolera Esso, para la que había trabajado de relaciones públicas, que lo acusaba de malversar fondos. Llevaba una carta de recomendación para que Luis Buñuel intercediese por él, pero terminó preso en Lecumberri, un penal por donde también había pasado William Burroughs. Se casó tres veces y tuvo cuatro hijos de dos matrimonios antes de morir en México en 2013, un año antes que García Márquez, el otro escritor colombiano que también eligió aquel país para vivir y para morir. García Márquez simpatizaba con el castrismo y Mutis se definía como conservador y monárquico. Pero su amistad fue una de las más sólidas que se conocen entre escritores. Hoy Álvaro Mutis habría cumplido cien años.

         A pesar de que sus escritos rezuman iberismo por todos sus poros, Mutis tuvo una formación cultural europea en Bruselas y París, donde su padre diplomático estuvo destinado. Iba para periodista cuando, siendo locutor de radio, recibió del director de una emisora colombiana el encargo de hacer un programa de libros y aquello le cambió la vida. Como todos los jóvenes, escribía poesías arrebatadas de amor apasionado, que publicaba en periódicos como “El Espectador” (donde también escribía Gabo) y “La Razón”. Después, las lecturas de Neruda, Walt Whitman y sobre todo de Octavio Paz, fueron convirtiendo su poesía en algo más serio. Jorge Gaitán la llevó a su revista “Mito”. Y en 1947 Mutis se atrevió a reunirla en un libro que tituló “La Balanza”. Convertido ya en poeta, entre los versos de  su libro “Los elementos del desastre” se le coló por primera vez un personaje que ya iba a perseguirlo toda la vida, Maqrol el Gaviero, un marinero solitario, errante, derrotado por la vida. Pronto se dio cuenta de que las andanzas de aquel aventurero ya no cabían en la poesía y pedían a gritos ámbitos más amplios. Como Julio Verne, Salgari o Stevenson, Mutis escribía de oídas los escenarios por los que se movía Maqrol, porque nunca había estado allí. De hecho tardó años en conocer el mar y nunca vivió en ningún lugar de la costa (su Macondo eran los páramos de Coello, en el trópico cafetalero colombiano donde familiares gestionaban una hacienda). Lo que sí tenía eran grandes conocimientos de Historia, sobre todo de la Revolución Francesa y de los Bonaparte, sobre los que escribió varios ensayos. Después de publicar un poema que tituló “Ahora sé que nunca conoceré Estambul”, García Márquez lo convenció para que hiciese un crucero por el Mediterráneo y pisase por primera vez aquella ciudad del imperio bizantino que tanto había evocado en sus escritos.

Puede que Álvaro Mutis se hiciera novelista para dar más protagonismo a Maqrol el Gaviero, aquel personaje que ya se le escapaba de los versos. “Diario de Lecumberri”, “Los trabajos perdidos”, “La mansión de Araucaíma”… hasta siete novelas tuvo que escribir en su vieja Smith Corona para inventar los espacios que cada vez le exigía con más fuerza aquel personaje desbordante. Pero mientras los creaba para que Maqrol se moviera con más libertad en universos cosmopolitas, se resistía a abandonar los versos y seguía escribiendo poemas, ya sin Gaviero, por los que le dieron el Premio Nacional de Poesía en su país y el Reina Sofía en España. Aún así Maqrol no dejó de perseguirlo. Después de aquellas siete novelas y de varios relatos, para quitárselo de encima decidió recopilar todas sus aventuras en “Empresas y tribulaciones de Maqrol el Gaviero”, un trabajo  con el que creía liquidar su deuda con aquel obsesivo perseguidor y quitárselo de encima. No pudo ser porque Maqrol era también su alter ego.

EL POETA Y LA CRÍTICA

Se publican los artículos de Baudelaire sobre Arte, Literatura y Música

Francisco R. Pastoriza

         En octubre de 2016 el Museo de la Vida Romántica, en el barrio parisino de Pigalle, organizó una curiosa exposición. No estaba dedicada a un artista ni a un movimiento ni a una vanguardia ni siquiera a una efeméride. Los cuadros de aquella exposición eran algunos de los muchos a los que el poeta Charles Baudelaire había dedicado sus artículos a lo largo de los años en los que ejerció como crítico de arte antes y después de publicar en 1857 “Las flores del mal”, la obra que lo encumbró como poeta y por la que también fue condenado por escándalo y por ofensas a la moral convencional y las buenas costumbres.  La época en que Baudelaire ejerció la crítica fue la de transición desde el romanticismo, al que Víctor Hugo en la literatura y Delacroix en la pintura habían elevado a cimas difícilmente alcanzables por otros estilos, hasta la aparición de un realismo a cuya pintura Baudelaire dedicó amplias reseñas. La editorial Acantilado publica ahora en España con el título de “Escritos sobre arte, literatura y música” una amplia recopilación de los artículos que Baudelaire publicó entre 1845 y 1866. 

         Baudelaire recorrió las grandes exposiciones que se celebraban en los famosos Salones que en el siglo XIX ocupaban la atención de artistas y aficionados y que dieron lugar a algunos episodios históricos y también polémicos. Comenzó a escribir sobre arte a raíz de la inauguración del Salón de 1845, que reunía pinturas, esculturas, dibujos y grabados ordenados en géneros (historia, retratos, paisajes…) tomando como modelo los escritos que sobre los Salones publicara Diderot. Dedica sus mejores páginas a los grandes artistas del momento como Delacroix (“el pintor más original de los tiempos antiguos y de los tiempos modernos”), de quien comenta varios cuadros con una minuciosidad en la que manifiesta su intencionalidad pedagógica, pero presta también mucha atención a los nuevos valores de la pintura francesa poco conocidos entonces (y también ahora fuera de aquel país): Horace Vernet, Decamps, Granet, Boulanger, Debon. Baudelaire no se priva de hacer crítica negativa de aquellos cuadros que no le gustan: “Cuadro serio lleno de torpezas prácticas”, dice de “Jesús en casa de Marta y María” de Laviron. Ni de comentarios un tanto hiperbólicos de aquellos a quienes admira: “Cada mil años aparece una idea luminosa”, escribe refiriéndose a una exposición que reunió diez cuadros de David y once de Ingres, dos de sus artistas predilectos.

         En su artículo sobre el Salón de 1846 reflexiona sobre aspectos paralelos como “Qué es el romanticismo” o “¿De qué sirve la crítica?” (“para tener su razón de ser, la crítica ha de ser parcial, apasionada, política, hecha desde un punto de vista que abra el más amplio de los horizontes”). Aquí manifiesta abiertamente su admiración por Delacroix, a quien dedicó algunas de las mejores páginas recogidas en este volumen, incluido el miniensayo “Vida y obra de Eugene Delacroix”. En este Salón de 1846 también se detiene en autores menores para hacerse eco de los cuadros voluptuosos de Tassaert, los retratos de Flandrin, Amaury-Duval y Lehmann y la crítica a Horace Vernet, a quien califica como la antítesis absoluta del artista: “un militar que se ha puesto a pintar”. También incluye reflexiones sobre aspectos de la vida relacionados con el arte. Así sobre la risa, lo cómico y lo grotesco en las artes plásticas a raíz de las caricaturas de la exposición. En el apartado dedicado a los caricaturistas extranjeros elogia los “Caprichos” de Goya, de quien destaca su originalidad para introducir lo fantástico en lo cómico.

         En el capítulo dedicado a la Exposición Universal de 1855 hace un elogio del cosmopolitismo y una crítica al conservadurismo de los cánones: “Si los hombres encargados de expresar lo bello se ajustaran a las reglas de los profesores-jurados, lo bello desaparecería de la faz de la tierra”. Aprovecha también para criticar la idea del progreso basada en el vapor, la electricidad y el alumbrado de gas, en vez de promover valores de orden espiritual.

         Los artículos sobre el Salón de 1859 los escribe en forma de cartas dirigidas al director de la “Revue Française”, Jean Morel, a quien hace partícipe de sus reflexiones sobre el artista y la modernidad, a la que define como un movimiento para “obtener lo eterno de lo transitorio”. Es en los trabajos sobre este Salón donde Baudelaire incluye su diatriba sobre la fotografía: “Si se permite que la fotografía supla al arte en algunas de sus funciones, no tardará en suplantarlo o corromperlo del todo gracias a la alianza natural que encontrará en la estupidez de la multitud”.

CRÍTICA LITERARIA Y MUSICAL

         Aunque dedicó menos espacio a la música y a la literatura, no son menos brillantes sus críticas a algunas publicaciones de la época como “Prometeo liberado” de Senneville, los cuentos de Jules Champfleury o “La double vie” de Charles Asselineau. Pero las mejores y más extensas las dedica a Flaubert (su análisis de “Madame Bovary” es exquisito), a “Los miserables” de Víctor Hugo, a Shakespeare con motivo del 300 aniversario de su nacimiento y a un extenso estudio de la vida y la obra de Edgar Allan Poe. Tampoco faltan los miniensayos sobre temas y aspectos de la actualidad de aquellos años, como la reacción al romanticismo del teatro y la literatura moralista de la monarquía de Luis Felipe en su artículo “Los dramas y las novelas decentes”. Incluye “Consejos a los jóvenes literatos”, “Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos” y artículos dedicados al teatro y a actores como Philibert Rouvière.

         De sus escritos sobre música destaca su reseña a los tres conciertos que dio Wagner en el Théâtre Italien de París en enero y febrero de 1860 para presentar “Tannhäuser”. Es en este texto en el que Baudelaire afirma que todo poeta lleva en sí un crítico, y en el que reivindica al poeta como “el mejor de todos los críticos”.

LAS EFEMÉRIDES DE 2022

MOLIÈRE: LA SÁTIRA A ESCENA

         Cuando los personajes de un autor de teatro sobreviven más allá de las obras que protagonizan significa que su autor trasciende las épocas y los géneros para instalarse en la inmortalidad. Ocurre con Shakespeare (Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta), con Ibsen (Nora, Hedda, Peer Gynt), Chéjov (Nina, Sofía, tío Vania), Brecht (Madre Coraje), Beckett (Godot)… Y también con Moliére (Alceste, Tartufo), de cuyo nacimiento se cumplen 400 años este 15 de enero.

         En la época que coincide con la vida de Molière confluyeron varias circunstancias que impulsaron el desarrollo del teatro en Francia, entre otras el ascenso de la burguesía como clase social, la gran acogida en los escenarios franceses al teatro español e italiano de aquellos años y el interés de la monarquía por hacerse con un prestigio ilustrado, lo que facilitó el apoyo del Estado a la política cultural.

         Hijo de burgueses artesanos modestos, Molière llegó en pocos años desde el teatro ambulante hasta lo más alto de su profesión gracias a un talento excepcional. La vida de Molière (1622-1673), cuyo nombre real era Jean-Baptiste Poquelin, no fue lo feliz que parecían transmitir los personajes de su teatro. Engañado por su mujer, la actriz Armande Béjart, veinte años más joven; traicionado por su colaborador, el músico italiano Lulli; atacado por los sectores conservadores y religiosos, que vilipendiaban sus sátiras; víctima de plagios, parodias y polémicas; dependiente del mecenazgo de Luis XIV, a pesar de lo cual su “Tartufo” sufrió la persecución de la censura y “Don Juan” sólo se pudo representar en 15 ocasiones en vida del autor; sobrevivía gracias a su sentido del humor y a la ironía, que formaban parte no sólo de sus obras sino de su propia existencia. La encarnación más fiel de su personalidad tal vez sea la del Alceste de “El misántropo”, la obra en la que despliega lo mejor de su genio cómico.

         La diferencia de Moliére con el resto de los autores que le precedieron o que fueron sus contemporáneos (incluso de los que le sucedieron) fue que era el propio autor quien representaba a los personajes de sus obras sobre las tablas, convirtiendo cada una de ellas en un espectáculo apasionante. Fue el Mascarille de “El atolondrado” y “Las preciosas ridículas”, el Sganarel de “El médico a palos” y otras cinco piezas, el Sosias de “Anfitrión”, el Harpagón de “El avaro”, el Orgón de “Tartufo”… Su amor por la escena le llevó a morir prácticamente sobre las tablas el 10 de febrero de 1673, representando al protagonista de “El enfermo imaginario”, uno de sus personajes más imperecederos. Cuenta la leyenda que Molière iba vestido de amarillo en aquella representación, por lo que desde entonces este color está ausente de toda la guardarropía teatral (en realidad no fue así ni tampoco murió en el escenario sino en su casa, si bien los síntomas del agravamiento de su tuberculosis se le presentaron durante la representación). A las de autor e intérprete hay que sumar además sus facetas de director y empresario.

Dice Harold Bloom en una de sus obras (“Genios”, Anagrama, 2005) que el genio de Molière es a la vez absoluto y sutil, pero estas propiedades sólo se manifiestan cuando sus obras se representan adecuadamente. Bajo la apariencia de diversiones para el entretenimiento Molière creó comedias intelectuales que siempre evitó que alcanzasen la condición de dramas y mucho menos de tragedias (si acaso alguna hay muy cercana a la tragicomedia), ni siquiera cuando abordó temas como el de don Juan.

Se inició como autor en 1653  con “El atolondrado” antes de instalarse en París, donde participó activamente en la vida teatral representando sus propias obras y adaptando las de Racine y Corneille, los otros dos grandes dramaturgos contemporáneos. Sus obras más destacadas fueron “La escuela de las mujeres”, “Las mujeres sabias”, “El avaro”, “El burgués gentilhombre” y la trilogía compuesta por “Tartufo”, “Don Juan” y “El misántropo”. En todas ellas supo poner el dedo en la llaga de los vicios de la sociedad de su tiempo, siempre en forma de comedia, sugiriendo una seductora y ambigua relación entre la apariencia y la realidad. Sus obras están llenas de las implicaciones morales y sociales que caracterizaron la comedia moderna, lo que entonces requería una gran capacidad de observación. Ponía todo el talento del oficio para conseguir lo que decía perseguir: “enseñar a los hombres cómo son sin dejar nunca de divertirlos”. Con sus obras irritaba a la sociedad bienpensante de la época por la crítica hacia la familia, la educación, la condición de la mujer, el esnobismo burgués, la prepotencia del poder, la religión… todo ello en forma de sátiras cuya efectividad radicaba siempre en la comicidad de las situaciones. Tal vez por eso se siguen representando como hace casi cuatro siglos y mantienen la frescura y el ingenio de una permanente crítica social.

EL SIGLO DEL «ULISES»

         Joyce dijo en una ocasión que había escrito “Ulises” para tener ocupados a los críticos durante trescientos años. Al menos lo ha conseguido durante los primeros cien que se cumplen ahora. Y no se trata sólo de una ‘boutade’. Las interpretaciones y exégesis que se han hecho de esta novela, de un simbolismo fascinante, plagada de claves y secretos y  ceñida a una interpretable contextualización histórica y cultural, obliga a una lectura crítica de la obra y de sus asociaciones semánticas y sensoriales. Recomiendo que antes de abordar su lectura se lean las anteriores obras de Joyce, sobre todo “Dublineses” y “Retrato del artista adolescente” porque muchos personajes de estas primeras obras vuelven a aparecer en la novela y se manifiestan con sus peculiaridades de entonces. También es recomendable acompañar la lectura con algún ensayo sobre la obra que ayude a entender sus intrincados laberintos (“Guía para la lectura de James Joyce” de William York Tindall o “Guía del Ulises” de David Hayman pueden ser útiles). Tampoco está de más alguna biografía de Joyce, como la de Richard Ellman.

El 2 de febrero de 1922 la librería Shakespeare and Co., de Sylvia Beach, publicó “Ulises”, la obra que cambió el concepto de novela en la literatura del siglo XX. Apareció en esa fecha porque su autor, el irlandés James Joyce, había nacido ese mismo día del mismo mes cuarenta años antes. La escribió en gran parte en su exilio de Zurich durante la Primera Guerra Mundial.

“Ulises” transcurre en la ciudad de Dublín durante un solo día, el 16 de junio de 1904 (otra fecha simbólica: fue el día que el escritor conoció Nora Barnacle, su mujer). Joyce tomó la obra de Homero como referencia para adaptar su novela al Dublín del naciente siglo XX. Se inspira en aquel viaje de Odiseo bajo el signo de la cólera de los dioses. El Odiseo de Joyce es Leopold Bloom, un ciudadano irlandés de 38 años, publicista, casado con Molly (su Penélope), en quien el escritor reinventa el viaje que el personaje clásico hizo durante años por el Mediterráneo, y lo sitúa durante una sola jornada en la ciudad de Dublín, en sus calles llenas de vehículos, tabernas, prostíbulos y bibliotecas, en un ambiente dominado por el nacionalismo y el catolicismo extremos. Joyce recorre un Dublín monótono y vulgar donde el alcoholismo, la prostitución y la delincuencia (y el periodismo corrompido) son puestos en solfa en el transcurso de la obra. Stephen Dedalus, un joven de 22 años, el otro protagonista de la novela, representa al Telémaco de la epopeya homérica. El Ciudadano que Bloom encuentra en un bar de Dublín, un nacionalista irlandés con el que discute de política, es el cíclope de la obra de Homero. Cada capítulo corresponde a un cantar de la “Odisea”. Cada incidente de la novela, a su vez, tiene su paralelismo en los de la obra de Homero y se relaciona con una hora del día, un color, un órgano del cuerpo humano.

El lenguaje con el que Joyce escribió “Ulises” es uno de los grandes valores del texto, hasta el punto de que una mala traducción puede desvirtuar la esencia de la obra (en español, las de José María Valverde y José Salas Subirats son de las mejores). En ese universo estético, mientras el monólogo interior permite descubrir los pensamientos y sentimientos más íntimos de los protagonistas (léase el de Molly Bloom que cierra la novela) y funde el alma individual con el sentimiento universal, el sonido de las palabras remite al de los ambientes que se van describiendo a lo largo del relato.

“Ulises” tuvo graves problemas con la censura, que calificó la novela de “vulgar y obscena”, sobre todo por airear el adulterio y utilizar un vocabulario impensable en el momento de la publicación de la obra.

Si “Ulises” va a tener ocupados a los críticos otros doscientos años, su última obra, “Finnegans wake” (calificada como “la novela más difícil de todos los tiempos”) lo hará al menos durante otros trescientos, en los que se intentará interpretar y revelar el mundo onírico del sueño de una noche de Humphrey Chimpden Earwicker, su protagonista.

EPIFANÍAS DE UNA OBRA MAESTRA

         Nada está tan claro en la obra de James Joyce como que toda ella es una única narración. Y así como hay una única historia hay también un único personaje central que es a su vez el propio autor. No quiere esto decir que la obra de Joyce sea autobiográfica. Lo es en gran medida pero no exclusivamente. Joyce aprovecha las situaciones anímicas que sus vivencias provocan en su alma de artista. Desde ellas denuncia la parálisis que afecta a la sociedad de su tiempo, ubicada en una ciudad, Dublin, que es, a su vez, todas las ciudades.

         El niño, el adolescente y el hombre maduro de “Dublineses” son el mismo personaje en las diversas etapas de la vida, y al mismo tiempo son el Stephen Dedalus de “Stephen el héroe” y “Retrato del artista adolescente” y el Richard y el Robert de “Exiliados”. Y todos ellos son a su vez Stephen Dedalus y Leopold Bloom de “Ulises”, protagonistas simultáneos de la juventud y la madurez de James Joyce, con las coincidencias y las contradicciones, con la dialéctica, que cualquier persona mantiene  lo largo del tránsito de estos dos estadios de la existencia. El mismo escritor reconoce a ambos protagonistas como un mismo personaje cuando califica a uno de ellos, por boca de Frank Mulligan en el capítulo 9 de “Ulises”, de “jesuita judío”. Stephen Dedalus, de profunda formación católica en un colegio de jesuitas, queda de este modo identificado con el hebreo Leopold Bloom.

EPIFANÍA DEL NACIONALISMO

         Se ha acusado a James Joyce de antipatriotismo, una acusación comprometedora en el difícil momento político de Irlanda en el tránsito hacia su independencia en un ambiente nacionalista radical y en gran medida dogmático. Sin embargo Joyce amaba a su patria y estaba orgulloso de la lucha que mantenía contra Inglaterra. Sus orígenes familiares le dejaron en herencia una encendida pasión nacionalista de la que en muchas ocasiones se sintió orgulloso: el matrimonio de su abuelo con Ellen O’Connell, pariente de Daniel O’Connell, héroe nacional de Irlanda. Pero su pasado se fue conformando de victorias pírricas y por ello tratará de enterrarlo. Es la solución a la adivinanza que Stephen plantea a sus alumnos del colegio de Dublín: “el zorro enterrando a su abuela bajo una mata de acebo” (“Ulises”. I. p. 107) imagen que vuelve a repetirse en el capítulo 3 cuando un perro entierra también a su abuela (I. p.134) y en el capítulo 15 (II. P.189) con más virulencia: “Un grueso zorro sacado de su escondite, cola tiesa, habiendo enterrado a su abuela, corre velozmente hacia lo abierto…”: Joyce intenta liberarse de su pasado para elevarse, porque para él, como para Stephen, la historia “… es una pesadilla de la que trata de despertar” (“Ulises”. I.p.107). Nunca atacó el nacionalismo. Arremetió, sí, contra un patrioterismo cerril y provinciano, dogmático, personalizado en el Ciudadano antisemita del capítulo 12 de “Ulises”, “… lindo como una rata de cloaca”. No se oponía a una Irlanda libre sino al dogmatismo de un Polifemo cuya visión unidimensional no contemplaba los aspectos más humanos de la vida.       Para Joyce Irlanda era su madre y siempre lo acompañaba simbolizada en una patata arrugada que llevaba en el bolsillo y que se esforzará en recuperar cuando le es arrebatada por una prostituta (Capítulo 15 de “Ulises”).

Nunca renunció a Irlanda, como nunca renunció a su madre. Desechó ciertas actitudes de su patria (el nacionalismo irracional) como de su madre (un catolicismo no menos irracional) en su esfuerzo por liberarse de los dos amos que lo esclavizaban: “el estado imperial británico y la santa iglesia católica, apostólica y romana”. Su sentimiento nacionalista tiene como referente a James Stewart Parnell, héroe independentista irlandés que fue asesinado por sus propios correligionarios por su adulterio con Kitty O’Shea (las ideas y prejuicios sociales y religiosos de los patriotas estaban por encima de sus ideales políticos). Parnell será uno de los ‘leit motiv’ de la obra joyceana, en la que aparece con frecuencia (en el capítulo 16 de “Ulises” es tratado en profundidad) ya sea por medio de alusiones, haciendo creer en el regreso del héroe que “no está en absoluto en (la) tumba (…) volverá algún día” (“Ulises”. I.p.218) o a través de uno de sus hermanos, quien designa a Leopold Bloom como sucesor del héroe independentista en el capítulo 15 de “Ulises”.

EPIFANÍA DE LA TRAICIÓN

El tema Parnell está unido a otro ‘leit motiv’: el de la traición. Parnell fue traicionado por sus compañeros porque “Irlanda siempre ha traicionado a sus héroes”, escribe en “Il Fenianismo”, artículo que publica en “IlPiccolo della Sera” de Trieste el 19 de mayo de 1907. Considera la traición y la ingratitud características del alma irlandesa. En “Ulises” Leopold Bloom no responde con violencia a la traición de adulterio de Molly. Nunca sus reacciones podrían ser violentas porque “un artista debe rechazar siempre la violencia bajo todas sus formas porque sus victorias y sus conquistas son las del pensamiento”. Leopold Bloom no quiere enfrentarse con Boylan, el amante de Molly, aunque el adulterio de su esposa lo atormenta profundamente y el tintineo de las arandelas de bronce de la cama de Molly lo persigue de continuo. La traición de Molly lo acosa dondequiera que va, en su imaginación o en las visiones, como la de “… un generoso brazo blanco (que) lanzaba una moneda desde una ventana de la calle Eccles” (“Ulises”.II.p.363), la misma visión en “Madame Bovary” (p.297: “Salió una mano desnuda por debajo de las cortinillas de lona amarilla…” de Flaubert, con quien le unen no pocas afinidades.

EPIFANÍA DE LA MUJER

         Otro de los temas de la obra de Joyce es el de la mujer. Su fuerza vital se encuentra en Eveline, en María y en Gretta de “Dublineses”; en la prostituta de “Retrato del artista adolescente”, primera experiencia sexual de Stephen Dedalus, a la que Joyce hace reaparecer en “Ulises”: “… la puta del callejón. Una puta sucia con sombrero ladeado de paja negra de marinero” (“Ulises”.I.p.448); en Emma Cleary de “Stephen el héroe” y, sobre todo en Molly. También sugiere una responsabilidad de la mujer en el mal: “Una mujer trajo el pecado al mundo. Por una mujer que no era ningún  modelo, Helena, la escapada esposa de Menelao, los griegos hicieron la guerra a Troya durante diez años. Una esposa infiel fue la primera que trajo a los extranjeros aquí, a nuestra orilla, la mujer de McMurrough y su concubino O’Rourke, príncipe de Ereffni. Una mujer también hizo caer a Parnell…” (“Ulises”.I.p.117).

         Joyce coloca a la mujer sobre un altar y en un burdel al mismo tiempo. La mujer es la fuerza generatriz, la consoladora, la dispensadora de perdón y de alegría, pero es al mismo tiempo la criatura amoral, lasciva, estúpida, instintivamente pecadora y capaz únicamente de ser fecundada (la fertilidad de la mujer merece todo un capítulo –el 14- de “Ulises”).

         Su idea de mujer incorpora, desacralizados, muchos aspectos de la Virgen María (Joyce hace aparecer a su madre bajo la apariencia de la Virgen). Y Molly Bloom – en el último párrafo de “Ulises”- se redime finalmente por una sola de sus acciones: “… y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero SI”.

KEROUAC, AÑO 100

         En los años sesenta del siglo XX el movimiento hippie rescató del olvido la cultura de la Beat Generation, que había quedado relegada por las nuevas tendencias que se impusieron durante los primeros años de aquella década. Los hippies rescataron la estética y los valores de aquel grupo de artistas que tras el fin de la Segunda Guerra Mundial  no se identificaron con el sueño americano del welfare state y trataron de construir otro sueño diferente al de quienes controlaban las corrientes culturales desde sus púlpitos universitarios, sus fábricas de best-sellers y los soportes mediáticos que promocionaban los productos culturales de consumo.  Las señas de identidad de la Beat Generation eran el nomadismo y la bohemia como forma de vida, la música de jazz y el arte de vanguardia como inspiración creativa, las drogas alucinógenas y el alcohol como paraísos artificiales y el pluralismo sexual como expresión hedonista. El principal impulsor de aquel movimiento era un aspirante a escritor llamado Jack Kerouac, de quien el día 12 se cumple el centenario de su nacimiento. A su llamada se unieron el poeta Allen Ginsberg, el escritor William Burroughs y el agitador cultural Neal Cassady. Entre los últimos en llegar estaban los también poetas Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti, que aportaron lo mejor de su obra a la Generación. El nombre de Beat Generation se lo puso el escritor John Clellon Holmes en su artículo “This is the beat generation”, publicado en el New York Times el 16 de noviembre de 1952.

         Kerouac trabajaba como bombero forestal en Desolation Leak, en Washington, cuando en 1957 una editorial le comunicó que iba a publicar  su novela “On the road” (En el camino), escrita seis años antes, después de censurar varios pasajes de drogas y sexo explícito. “En el camino” es un relato autobiográfico de su viaje en auto-stop de costa a costa de los Estados Unidos en los años finales de la década de los 40 y de sus primeras relaciones con Allen Ginsberg y William Borroughs. Kerouac la escribió en un rollo de papel de 36 metros, de los que se utilizaban para teletipos en las redacciones de los periódicos, que con el tiempo se convirtió en material de museo (en la última subasta se pagaron más de tres millones de dólares por él). Pese a que han pasado 65 años desde su publicación sigue siendo una de las novelas más leídas, una obra de culto con nuevas ediciones cada año en prácticamente todo el  mundo.

“En el camino” apareció en el instante preciso en el que los jóvenes nacidos durante la Segunda Guerra Mundial se enfrentaban a un nuevo futuro a través de los cambios que venían manifestándose en la sociedad americana: el consumismo, los avances tecnológicos, la aparición de la televisión, los nuevos productos culturales (libros de bolsillo, discos), la liberación de las costumbres, el desmoronamiento de las barreras sociales y raciales y otros fenómenos ligados a una nueva generación que quería romper con las costumbres de sus padres. En música el rock and roll había irrumpido con fuerza con Elvis Presley, Chuck Berry y Little Richard, que sembraron el germen musical de aquella revolución. En el cine daban sus primeros frutos las estrellas del Actor’s Studio, la escuela de actores que fundaran Elia Kazan y Lee Strasberg para aplicar el método Stanislavski: Marlon Brando, James Dean, Paul Newman, Marilyn Monroe, Montgomery Clift…  Cine y rock and roll se mezclaban en títulos como “Semilla de maldad” de Richard Brooks, que incluía en su banda sonora “Rock around the clock” de Bill Haley, una canción que había puesto patas arriba el panorama musical de aquellos años.

Jack Kerouac nació en Lowell, Massachusets, de un matrimonio americano-canadiense, y trabajó de joven en la marina mercante, experiencia que le sirvió para escribir un primer libro, “El mar es mi hermano”, que no se publicó hasta 2011, 42 años después de su muerte. Se casó muy joven con Eddie Parker a cambio de que su padre pagara una fianza para sacarlo de la cárcel por su implicación en un turbio asesinato, sobre el que escribió la novela “Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques”, que tampoco vio publicada en vida. Sí pudo ver editada en 1950 “El campo y la ciudad”, escrita en Nueva York mientras vivía con sus padres en una casa del barrio de Queens. Siguió escribiendo incesantemente a pesar de que sus manuscritos eran rechazados de forma reiterada por las editoriales. Hasta que llegó “En el camino”, que lo encumbró como escritor y dio impulso a la Beat Generation. Siguió escribiendo novelas con acierto irregular pero tardó en conseguir otro éxito literario, que no le llegó hasta 1967 con “Ángeles de desolación”, un regreso al universo de “En el camino”. Peor acogida tuvieron “Los subterráneos”, “Tristessa” y “La vanidad de Duluoz”, aunque desde su muerte se reeditan con frecuencia y alcanzan cifras de venta aceptables. Escribió también sin mucho éxito varios libros de poesía. Murió de cirrosis en un hospital de Florida, el 21 de octubre de 1969, a los 47 años.

500 AÑOS DE NEBRIJA

         La excelente colección de la Real Academia Española sobre los clásicos, dirigida por Francisco Rico dedicó su segundo volumen a la “Gramática sobre la Lengua Castellana” de Antonio de Nebrija, la obra por la que se le conoce popularmente y que sin embargo pasó totalmente desapercibida por sus contemporáneos en 1492 y no se volvió a editar hasta el siglo XVIII. Ahora el mismo Rico publica “Lección y herencia de Elio Antonio de Nebrija” (RAE), posiblemente el estudio más completo sobre la obra y la vida del primer gramático español.

Francisco Rico lleva largo tiempo dedicado a Nebrija. En un artículo publicado en 1981, cuando se cumplían 500 años de “Introductiones latinae”, afirmaba que es ésta la obra más influyente de Nebrija, una gramática latina  donde  las generaciones que trajeron el Renacimiento a España aprendieron no sólo la lengua clásica sino una nueva visión del mundo, de la literatura y de la historia. No se detenía aquí Nebrija sólo en elaborar los principios filológicos del latín sino que esta obra es también una crítica a los métodos educativos de la escolástica y a la intelectualidad de la España del momento. Las “Introductiones” proporcionaron a los españoles los materiales para  leer con corrección a los grandes maestros de la antigüedad. La obra, de 1481, en principio de pocas páginas, fue creciendo hasta convertirse en una monumental enciclopedia de lingüística. Sólo en vida del autor se registraron cuarenta ediciones, lo más parecido a un best seller de la época. El libro está recorrido por la obsesión de Nebrija por recuperar  el buen uso del latín, según él barbarizado y maltratado en los centros educativos. De ahí que dedicase años de su vida a escribir un “Diccionario latino-español”, pionero de los que le sucedieron,  que ya en 1507 tenía una edición en catalán (Diccionario latín-catalán  catalán-latín) traducida por el fraile agustino Busa. Entre sus últimas obras destacan “De la fuerza y virtualidad de las letras” (sobre la correcta pronunciación),  “De digitorum computatione” (sobre el método judío de contar con los dedos) y “Tabla de la diversidad de los días y horas y partes de horas”, inspirada en su pasión por la astrología y por las tablas de longitudes y latitudes.

UN ESPÍRITU PROGRESISTA

El  lebrijano Antonio Martínez de Cala y Jaraba (1441-1522) se autobautizó Elio Antonio de Nebrija en recuerdo de una familia ilustre de la Bética y como homenaje al nombre latino de su villa natal, Lebrija, entonces Nebrissa Veneria. Tras diez años de aprendizaje en Bolonia (Italia) y más tarde en Sevilla, se instaló en Salamanca en 1475 y al año siguiente ocupó la cátedra de Gramática de su universidad. Ejerció también en la de Alcalá, de la que uno de sus mecenas, el cardenal Cisneros, le concedió la cátedra de Retórica. Impresor y editor de sus propias obras y de las de otros autores, Nebrija puso los cimientos de los tipos de letras aún hoy utilizados, como la gótica, la cursiva o la redonda. Fue el que propugnó que el grupo gn se pronunciase ñ y  el primero en España en reivindicar los derechos de autor y perseguir las ediciones fraudulentas de libros. Se casó con Isabel de Montesina y tuvo nueve hijos, algunos de los cuales siguieron con el negocio de la imprenta y la tradición editorial. En Alcalá murió el 2 de julio de 1522, hace ahora 500 años.

Una maldición ha perseguido a Nebrija a partir del momento en que se malinterpretó la frase “siempre la lengua fue compañera del imperio”, incluida en el prólogo de su “Gramática”, en una alocución dirigida a la reina Isabel. Dice José Antonio Millán en “Antonio de Nebrija o el rastro de la verdad” (Galaxia Gutenberg) que en la época de Nebrija no existía lo que luego ha venido en llamarse Imperio español. Se refería Nebrija, al parecer, al concepto de ‘imperium’ como ‘auctoritas’, entendido como “mando y señorío”, es decir, poder. Por otra parte, el prólogo de la “Gramática” data de agosto de 1492, mientras que Colón no llegó al nuevo continente hasta octubre de ese año, por lo que no podía existir un concepto del imperio español definido por la lengua. El franquismo utilizó este episodio para recuperar la idea imperial de España y de la defensa de la lengua y atribuirle al gramático una ideología imperialista. Sin embargo, el ideario de Nebrija era el de un intelectual comprometido con los avances de su tiempo, enfrentado a la tiranía y crítico con las servidumbres de todo tipo. Vivió una época de grandes cambios, en la que aparecía una nueva sociedad que se iniciaba en los principios de la secularización. Nebrija quiso corregir la Biblia Políglota Complutense para ceñirla a los evangelios de Lucas y Marcos, para lo que acudió a las fuentes originales hebreas, lo que lo enfrentó a la recién nacida Inquisición, que sostenía que modificar la Vulgata de San Jerónimo era enmendar al Espíritu Santo. Aunque no pudieron condenarlo, por su relación con el cardenal Cisneros, confesor de la reina, fue calificado de escandaloso, impío, sacrílego y falsario. Nebrija respondió a estos insultos con su escrito “Apología”, donde defendió con ardor la libertad de expresión y de pensamiento, actitud que le granjeó numerosos enemigos.

75 AÑOS DEL DIARIO DE AN FRANK

Poco tiempo después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Otto Frank, el padre de Ana Frank y único superviviente de la familia, recibió una nota en la que un remitente anónimo apuntaba el nombre del notario Arnold van den Bergh como el denunciante que reveló a los nazis el escondite en el que estaban refugiados Ana Frank, sus padres, su hermana y otras cuatro personas: el matrimonio Hermann y Auguste van Pels con su hijo Peter, y el dentista Fritz Pfeffer. La casa era el anexo de un edificio en el 263 de la calle Prinsengracht de Amsterdam (lo que Ana Frank llama en sus diarios “la casa de atrás”), donde se escondieron desde el mes de julio de 1942 al 4 agosto de 1944, cuando a las once de la mañana de ese día policías alemanes y holandeses a las órdenes de Karl Silberbauer los descubrieron. Otto Frank nunca desveló la existencia de esta nota anónima, que se encontró después de su muerte en 1980, no por considerar que podría no ser verdad lo que en ella se decía sino por temor a una reacción antisemita, pues el notario Arnold van der Bergh también era judío.

Según la investigación de un equipo dirigido por Pieter van Twisk y el exagente del FBI Vince Pankoke, el notario habría facilitado los datos de la dirección del escondite a la oficina del departamento alemán de emigración judía desde el campo de concentración al que había sido deportado con su familia en 1943 a cambio de su liberación. Arnold van den Bergh murió en 1950.

En el libro “¿Quién traicionó a Ana Frank?” (Harper Collins), la investigadora canadiense Rosemary Sullivan confirma la tesis del notario Arnold van den Bergh, aunque en otras investigaciones como la realizada por Carol Ann Lee se apunta como delator a Tonny Ahlers, un miembro del Movimiento Nacionalsocialista holandés. Por su parte Melissa Müller, biógrafa de Ana Frank, señala a Lena Hartog, esposa de un trabajador de la empresa, como sospechosa de la delación. Otras teorías apuntan a un mozo de almacén, Willem van Maaren y a Nelly Gies, hemana de Miep, amiga de la familia. Gerard Kremer, en su libro “El patio trasero del anexo secreto” propone a otra mujer, Ans van Dijk, como responsable de la delación. Sin embargo, una investigación de Gertjan Broek para la Casa-museo de Ana Frank en Amsterdam atribuye a una casualidad el descubrimiento del escondite. Ante esta polémica y la ausencia de pruebas fiables, la editorial que publicó el libro de Rosemary Sullivan decidió no sacar una segunda edición.

Los padres de Ana Frank, Otto y Edith, habían emigrado en 1933 desde Alemania a Países Bajos con sus dos hijas cuando Hitler llegó al poder y comenzó la persecución contra los judíos. En Amsterdam Otto entró a trabajar en una sucursal de Opekta, una industria relacionada con componentes alimentarios, que tenía su sede en el mismo edificio en cuyo anexo trasero estaba el escondite. Ana Frank y su hermana Margot murieron de tifus en febrero de 1945 en el campo de exterminio de Bergen-Belsen. Ana tenía 15 años y su hermana 18. Edith, su madre, había sido asesinada poco antes en Auschwitz. Cuando Otto fue liberado, Bep Voskuijl y Miep Gies, que les habían ayudado a esconderse, le entregaron todos los papeles que pudieron rescatar, entre ellos el famoso diario de la niña. Margot también estaba escribiendo un diario, que se perdió.

EL DIARIO DE ANA FRANK

         El “Diario de Ana Frank” ha quedado para la posteridad como uno de los símbolos del Holocausto. Fue publicado por primera vez el 25 de junio de 1947,  hace 75 años, aunque su edición definitiva, realizada por el Instituto Holandés para la Documentación de la Guerra, con la certificación científica de su autenticidad, no fue hasta 1986, más de cuarenta años después de la muerte de Ana Frank.

         La primera versión se publicó en holandés y ya se hicieron seis reediciones en los tres primeros años. En alemán apareció en 1950. En Estados Unidos en 1952, con un  prólogo de Eleanor Roosevelt gracias a la insistencia de Judith Jones ante la editorial Doubleday, que lo había rechazado. Desde los primeros años se hicieron adaptaciones para el teatro (Frances Goodrich y Albert Hackett) y para el cine (George Stevens), y posteriormente, también documentales como “Ana Frank. Historias paralelas” de las italianas Anna Migotto y Sabina Fedeli con la intervención de las actrices Helen Mirren y Martina Gatti como narradoras.

         Ana Frank, que se dirige a su diario llamándolo Kitty, relata las dificultades de la convivencia con su familia y el resto de las personas que se habían refugiado en el escondite de la casa de atrás durante la ocupación nazi de Holanda. Además de las peripecias durante los años que estuvo oculta con su familia, el diario es también un testimonio del paso de la niñez a la adolescencia. Describe el miedo, la rabia y el malestar que le generaba el encierro y sueña con la libertad y con el amor. Ana Frank manifiesta su vocación de escritora y es consciente del contenido de su diario, pues llegó a hacer una segunda versión en forma de narración en la que revisó algunos aspectos de la primera. Fue su padre el responsable de la edición publicada en 1947, en la que mezcló elementos de las dos versiones, dulcificando algunos aspectos, como los relacionados con la sexualidad de Ana.

El “Diario de Ana Frank” lleva vendidos más de sesenta millones de ejemplares y ha sido traducido a más de 70 lenguas.

SARAMAGO CUMPLE 100

         Aunque en España lo conocemos sobre todo como novelista, José Saramago tuvo una amplia trayectoria como columnista político, editor de Diario de Lisboa, y Diario de Noticias, poeta y dramaturgo. Llegó tardíamente al mundo de los libros (siempre contaba que el primero lo compró con dinero prestado cuando tenía 19 años). Fracasó con su primera novela, “Tierra de pecado” (1947), traducida recientemente al español como “La viuda”, pero “Memorial del convento” (1982), ya lo convirtió en un escritor conocido. Era una narración con elementos próximos al realismo mágico, en la estela de la corriente literaria iberoamericana, pero sobre todo una lectura crítica de la Historia de Portugal. El éxito no fue una casualidad. En 1984 su novela “El año de la muerte de Ricardo Reis” volvería a dar en la diana con una recreación histórica de los años treinta que tenía como hilo conductor a este heterónimo de Pessoa. El pasado reciente de Portugal volvió a aparecer en su siguiente obra, “Historia del cerco de Lisboa” (1989), en forma de crítica a la tendencia de los escritores portugueses a la mitificación historiográfica. Todas estas novelas hubieran tenido dificultades con la censura en el Portugal anterior a la Revolución de los Claveles de 1974 porque Saramago siempre tuvo presente que su literatura no podía vivir al margen de la ideología, en su caso el marxismo, algo que ya estaba muy claro en el temprano “Manual de pintura y caligrafía” (1977), donde el protagonista tata de comunicar un mensaje político a través de su pintura. En “Levantado del suelo” (1980) denuncia las dificultades de tres generaciones de campesinos del Alentejo durante la reforma agraria, un tema que conoce muy bien pues los orígenes de Saramago eran también campesinos. Saramago ha calificado algunas de sus novelas como ensayos (de hecho, algunas llevan esta palabra en el título) y el semanario francés L’Hebdo llegó a llamarlo “el Voltaire portugués”.

         En los años ochenta José Saramago inició un ciclo de novelas en las que sigue analizando y criticando la sociedad y la política de su época, pero ahora partiendo de hechos insólitos, alegorías que le dan pie a introducir críticas a la realidad del mundo en el que vive y a analizar la condición humana. En “La balsa de piedra” (1987)  imagina una península ibérica que va a la deriva, desprendida del continente europeo; una fábula tragicómica, crítica con los sueños frustrados de España y Portugal. En “Ensayo sobre la ceguera” (1995) es una epidemia de ceguera contagiosa la que muestra cómo los poderes utilizan sus privilegios y transforman a los individuos en autómatas que cumplen sin rechistar cualquier orden (una lectura que adquiere nuevas dimensiones a raíz de la experiencia del Covid). En “Todos los nombres” (1997), el acontecimiento que desata esta visión es la obsesión de un archivero por elaborar las fichas de todos los hombres y mujeres que habitan el planeta. En “El hombre duplicado” (2002), es la existencia de dos personas idénticas en lo físico y en lo anímico, cuyo encuentro provoca una reflexión sobre la identidad. “Ensayo sobre la lucidez” (2004) es una devastadora crítica política surgida a raíz de otro hecho insólito: la ínfima participación electoral en unos comicios; mientras el episodio que desata la crítica social en “Las intermitencias de la muerte” (2005) es la imposibilidad de morir para los habitantes de un determinado país, lo que, lejos de ser una ventaja, provoca situaciones y problemas insostenibles.

No falta en la obra de Saramago la crítica a los poderes religiosos y a la intolerancia de la Iglesia católica en obras de teatro como “La segunda vida de Francisco de Asís” e “In nomine Dei”, y en novelas como “Caín” y “El evangelio según Jesucristo”. La polémica desatada en Portugal a raíz de esta última decidió al autor a trasladar su domicilio a la isla canaria de Lanzarote, donde vivió hasta su muerte en 2010 con su esposa, la española Pilar del Río, traductora de sus últimos libros (el de los primeros fue el gallego Basilio Losada). En sus novelas posteriores Saramago vuelve a una narrativa más literaria para contar episodios como “El viaje del elefante” (2008), basado en el hecho real del traslado en 1551 desde Lisboa a Viena, a través de Portugal, España, Italia y Austria, de un elefante regalo del rey Juan III de Portugal al emperador Maximiliano. Tras la muerte de Saramago se publicó “Claraboya”, una inédita novela de juventud, y “Alabardas”, una obra inacabada, sobre la insensatez de las guerras.

         Entre sus ensayos cabe destacar las recopilaciones de artículos periodísticos “De este mundo y del otro” (1971) y “El equipaje del viajero” (1973). En “Cuadernos de Lanzarote”, en el que colabora Pilar del Río, Saramago elabora una especie de diario con reflexiones de un observador sobre el mundo que transita a su alrededor, también sobre su vida y su obra, con comentarios, glosas y reacciones. Saramago escribió libros de viajes (“Viaje a Portugal”), cuentos (“Casi un objeto”) y piezas de literatura infantil.

Tras el fracaso de su primera novela Saramago pensó en dedicarse a la poesía, aunque tardaría en publicar su primer poemario, “Poemas posibles” (1966), al que siguieron “Probablemente alegría” (1970) y “El año de 1993” (1975), este último una fábula anticipatoria al modo del orwelliano “1984”, escrita en prosa poética. En España Alfaguara recopiló todas estas obras en “Poesía completa” (2005). Sus obras de teatro, como “La noche” y “¿Qué haré con este libro?” son asimismo reflexiones sobre la censura, el poder y el control político e inquisitorial.

         José Saramago fue galardonado en 1998 con el Premio Nobel de Literatura. Fue el primer escritor portugués, y el único hasta ahora.

EN BUSCA DE PROUST

         Si se preguntase a los escritores contemporáneos con quién quisieran ser comparados para la posteridad, muchos contestarían con un solo nombre: Marcel Proust. En efecto, Proust, de quien el 18 de noviembre se cumple un siglo de su muerte, es el ejemplo más destacado de escritor a quien todo el mundo conoce a pesar de que muchos no han leído ni una sola línea de su obra. Aunque no es escritor de un solo título, el que todo el mundo cita es “En busca del tiempo perdido”, un trabajo monumental de siete volúmenes (entre 3.000 y 5.000 páginas según la edición) publicados entre 1912 y 1927 que ha quedado como ejemplo de lo que es una obra maestra de la literatura. En Francia, su país de origen, pero me atrevería a decir que prácticamente en todo el mundo, es la obra más comentada de la literatura universal y a la que se ha dedicado un mayor número de trabajos de investigación y de análisis desde las ópticas más diversas. Y, en efecto, ni la colección de relatos recogida en “Los placeres y los días”, ni su novela “Jean Santeuil” ni el ensayo literario “Contra Saint-Beuve” se citan casi nunca cuando se habla de Proust. Y menos sus excelentes traducciones de Ruskin, un autor que tanto influyó en su literatura. En 2019 se publicó “El remitente misterioso y otros relatos inéditos” y este mismo año “Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos”.

EL HOMBRE Y SU CIRCUNSTANCIA

         Marcel Proust había nacido en 1871en una familia de la alta burguesía culta de París, de padre médico y madre judía. De carácter reservado, salud precaria y sensibilidad exasperada, su inseguridad ante la vida, agravada por una sobreprotección maternal, le inclinó a dedicarse a la lectura y la escritura, para lo que estaba especialmente dotado. Infancia feliz repartida entre Illiers, Anteuil, Cabourg y París, comenzó a escribir lo que veía en sus paseos y observaba en los ambientes sociales de su época, en la Revue Lilas del instituto, Le Mensuel (con seudónimos) y Le Banquet, fundada por él mismo. Escribe también algunos artículos para Le Figaro. Su vida transcurre monótona entre las amistades y los salones de la alta sociedad de su época, donde conoce a escritores y artistas y participa en los debates sobre el caso Dreyfus y la Primera Guerra Mundial. Viaja poco y pronto decide que su futuro es ser escritor. Concibe una obra de dimensiones monumentales, a publicar durante los próximos años, sobre el tiempo y la memoria.

         Murió en 1922 antes de ver publicados los últimos volúmenes de “En busca del tiempo perdido” y poco después de haber puesto la palabra Fin en la última página. A su precaria salud y el voluntario abandono de su estado se había unido una pulmonía mal tratada.

UNA OBRA PARA LA ETERNIDAD

         Como ocurrió con muchos autores, el manuscrito de “Por el camino de Swann”, el primer volumen de “En busca del tiempo perdido”, fue rechazado por la Nouvelle Revue Française, (su editor André Gide nunca se perdonó este “peor error” de su vida) y Proust tuvo que publicarlo en Bernard Grasset a sus expensas. La buena acogida de la crítica hizo que el segundo, “A la sombra de las muchachas en flor”, ya fuera publicado por la revista que lo había rechazado. El Premio Goncourt impulsó el éxito de la obra y facilitó su publicación en todo el mundo.

         “En busca del tiempo perdido” es la obra literaria que marca el fin de la literatura decimonónica y anuncia el nacimiento de una nueva manera de escribir, con nuevas técnicas narrativas, nuevas estructuras y nuevas formas experimentales de contar los acontecimientos y describir los personajes. No es tan revolucionaria como “Ulises” de Joyce pero marca una nueva etapa en la evolución del discurso narrativo. Es un texto en el que se mezclan la pasión, el amor y los celos, con la amistad, la sicología, el erotismo, el sexo, la muerte y la crítica social a la alta burguesía y a la aristocracia, ambientes mundanos en los que se mueven los protagonistas, incluido el autor, que utiliza una mezcla de lenguajes novelesco, ensayístico y poético. Aquí están los personajes reales  que Proust conoció y las clases sociales con las que se relacionaba, desde barones, duquesas, marquesas, gentes de la cultura y burgueses ricos y snobs, a criadas, plebeyos, soldados y subalternos. La compleja y minuciosa arquitectura de “En busca del tiempo perdido”, la estructura milimétrica de su composición, se explican en un episodio memorable: cuando el crítico Francis Jammes le sugirió a Proust que suprimiese un párrafo del primer volumen, que encontraba escandaloso, Proust se negó porque ese párrafo, dijo, contenía la explicación de los celos del protagonista en los volúmenes cuarto y quinto, es decir, unas 2.000 páginas más adelante. Proust dijo en varias ocasiones que el último capítulo del último volumen lo escribió inmediatamente después del primer capítulo del primero, así que todo lo demás estaba condicionado por ese principio y ese final.

         “En busca del tiempo perdido” es un texto literario en el que Proust cuenta su vida desde la infancia a los últimos años, así como su formación como escritor, con una técnica que alterna la narración omnisciente y subjetiva (sólo cita su nombre, Marcel, un par de veces y no siempre lo que ocurre obedece a una estricta biografía). Los dos ejes que conforman la obra giran alrededor de la personalidad del individuo y la reconstrucción del pasado a través de la memoria, que muchas veces se despierta con los sentidos: el tacto, el olfato, los sabores (la famosa magdalena mojada en té). A través de estos dos elementos el autor busca la explicación a la existencia del ser humano en la sociedad de su época y la utilización que ese ser humano hace con su tiempo, ese tiempo que, en una continua metamorfosis hacia la decadencia, transforma a las personas en despojos dispuestos para la muerte.

PIO BAROJA. 150

         Pio Baroja murió en Madrid, en su casa de la calle Ruiz de Alarcón, el 30 de octubre de 1956 a los 83 años. Unos días antes había recibido la visita de Ernest Hemingway, a quien acompañaba el escritor José Luis Castillo-Puche. Hemingway le llevó como regalos un jersey de cachemira, unos calcetines de lana y una botella de whisky. También un ejemplar de “Fiesta” en el que escribió una dedicatoria en la que le manifestaba su devoción. La muerte de Pio Baroja fue silenciada por los organismos oficiales, que no celebraron ningún acto en su memoria.

LA ESCRITURA Y LA VIDA

         Hay pocos autores que hayan escrito tanto sobre sí mismos como Pío Baroja. Además de los siete tomos de memorias publicados entre 1944 y 1949 con el título “Desde la última vuelta del camino”, Baroja había publicado “Juventud y egolatría” en 1917, “Las horas solitarias” en 1918 y “Divagaciones apasionadas” en 1924, todas ellas autobiográficas. Además rescataba episodios de su vida para insertarlos en tramas de sus novelas como “Camino de perfección”, “El árbol de la ciencia” o “La sensualidad pervertida”. Aún así fue uno de los literatos más prolíficos del siglo XX, con cincuenta novelas largas y otras tantas cortas en su haber, más de veinte ensayos, algunas obras de teatro (también crítica teatral en “El Globo”) y un poemario, “Canciones del suburbio” (1944), muy elogiado por Luis Rosales.

Este 28 de diciembre se cumplen 150 años del nacimiento de Pío Baroja en el seno de una familia liberal, en medio de una de esas guerras carlistas que inspiraron algunas de sus mejores novelas, como “Memorias de un hombre de acción” y “Zalacaín el aventurero”. Vivió parte de su infancia en Madrid y Pamplona, cuando su familia (un padre ingeniero) tuvo que trasladarse a estas ciudades por motivos profesionales. No fue un alumno brillante de bachillerato pero se recuerda a sí mismo como lector insaciable y no sólo de novelas: Nietzsche y Kant eran sus filósofos de cabecera. A pesar de cursar la carrera de Medicina la desempeñó muy poco tiempo, en Cestona, aunque también este ejercicio dejó su huella literaria en “El árbol de la ciencia” y “Camino de perfección”. Anticipándose a la medicina sicosomática, su tesis doctoral versó sobre la sicología del dolor. A lo que sí se dedicó durante algunos años en Madrid fue a regentar la panadería Viana Capellanes, propiedad de su tía Juana Nessi.

         Publicó su primer libro en 1900, una recopilación de cuentos con el título “Vidas sombrías”, elogiado por Unamuno. Poco después las novelas “Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox” y “Camino de perfección”. Sus viajes por España y Europa (París, Roma, Londres) le proporcionaron materiales para sus siguientes novelas, “César o nada” y “La ciudad de la niebla”. Se especializó en narrar historias adoptando el formato de trilogía: “Tierra vasca” (La casa de Aizgorri, El mayorazgo de Labraz, Zalacain el aventurero), “La vida fantástica” (Silvestre Paradox, Camino de perfección, Paradox, rey), “La lucha por la vida” (La busca, Mala hierba, Aurora roja), “La raza” (El árbol de la ciencia, La dama errante, La ciudad de la niebla). En 1913 concentró sus actividades en un ambicioso proyecto, las “Memorias de un hombre de acción”, una serie de veintidós volúmenes de aventuras protagonizadas por Eugenio de Aviraneta, personaje inspirado en un pariente lejano del escritor. La serie fue acogida por la crítica como un gran fresco histórico y poliédrico del siglo XIX, por lo que se la llegó a comparar con los “Episodios Nacionales” de Galdós.

         En 1935, terminadas las “Memorias de un hombre de acción”, fue elegido miembro de la Real Academia Española. Cuando estalló la guerra civil, después de haber sido detenido por unos requetés que estuvieron a punto de fusilarlo, se exilió en Francia, donde escribió “Laura o la soledad sin remedio”, una novela cuya trama transcurre durante la guerra y  retrata el enfrentamiento entre marxistas y fascistas. Fue publicada en Buenos Aires (en España se censuró) en 1940, el año que decidió regresar a España.

Baroja había comprado en 1912 un caserío en Itzea, en Bera de Bidasoa (Guipúzcoa), donde acumuló una biblioteca de más de 9.000 volúmenes y una colección de grabados, estampas, retratos y documentos del siglo XIX que había ido adquiriendo en los puestos de bouquinistes a orillas del Sena y en las librerías de viejo de Madrid y de las ciudades que visitó a lo largo de su vida. Fue aquí donde en 2015 se encontró el manuscrito de una novela inédita, “Los caprichos de la suerte”, escrita entre 1949 y 1950, que cierra “Las saturnales”, una trilogía sobre la guerra civil española cuyos dos títulos precedentes eran “El cantor vagabundo” (1950) y “Miserias de la guerra”, ésta censurada y no publicada hasta 2006.

         Aunque parecen haber dejado de estar de moda, las novelas de Pío Baroja se siguen leyendo y reeditando por encima de novedades y tendencias. Su nombre permanece en los manuales de Literatura como escritor destacado de la Generación del 98 y uno de los grandes maestros de la narrativa española. Su estilo claro, sencillo, sobrio, de prosa transparente, calificado por la crítica como “relato en estado puro”, tiene en cambio más registros y modulaciones de lo que pueda parecer en una primera lectura. Se trata de una prosa funcional, que se lee con la fascinación de los relatos de Dickens y Verne, con aspectos que recuerdan a Stendhal, Balzac y Dostoievski.

         Agnóstico y anticlerical, Baroja fue vilipendiado por el clero de su tiempo por sus artículos contra la iglesia publicados en varias revistas. Recientemente se ha descubierto que el seudónimo Pío Quinto, con el que iban firmados algunos, no correspondía a Baroja sino a José Ferrándiz, un cura que había sido declarado en rebeldía. Iniciado en el anarquismo y el republicanismo, después de la guerra Pío Baroja se identificó con los totalitarismos, aunque siempre de manera ambigua. Esta falta de convicciones políticas expresas le valió ser ninguneado por los conservadores y despreciado por los progresistas.

JOSÉ HIERRO A LOS 100

         Durante la presentación de un libro de Francisco Umbral en el restaurante Lhardy de Madrid, a mi lado se sentaban el poeta José Hierro y el dramaturgo Francisco Nieva. Cuando terminó la comida, ambos cogieron una servilleta de tela y sobre ella comenzaron a pintar con restos de salsas, vino, café y otros sobrantes, un retrato de Umbral. No sé quién se quedó con él ni qué fue de aquella obra que me dejó absolutamente anonadado. En aquel momento descubrí una faceta de José Hierro que desconocía, la de pintor. Ahora, en una exposición en la Biblioteca Nacional (hasta el 22 de enero), se pueden ver algunas de las obras de este poeta que también era artista. El propio Umbral  había escrito mucho antes (El País 6-2-1981) que José Hierro hizo “la crónica lírica de un tiempo de miseria con las palabras pobres de la poesía social”.

Con el título “Cuanto sé de mí. José Hierro en su centenario”, la Biblioteca Nacional conmemora estos días los cien años del poeta José Hierro, que se cumplieron el pasado 3 de abril, y los veinte de su muerte el 21 de diciembre de 2002. Aquí se pueden ver no sólo ejemplares de primeras ediciones de los libros que Hierro publicó a lo largo de su vida sino algunas de sus pinturas, dibujos y autorretratos, fotografías de todas las etapas de su vida, medallas, premios y galardones, carteles, manuscritos de poemas y obras de teatro, objetos y documentos personales, guiones de los programas que hizo en Radio Nacional de España, retratos que le hicieron artistas como Rafael Cidoncha y Ricardo Zamora, folletos de muchas de sus actividades, videos… El título se inspira en el poema de Calderón de la Barca extraído de “El médico de su honra” (“Tuve amor y tengo honor/Esto es cuanto sé de mí”), que es también el de uno de los poemarios de Hierro. Las más de cien piezas que se exponen proceden fundamentalmente de la propia Biblioteca Nacional y de la Fundación Centro de Poesía José Hierro de Getafe. A lo largo de los pasillos de la instalación (siete apartados precedidos de un “Prólogo” y rematados por un “Epílogo”) se recorren los mundos de José Hierro a través de los escenarios de su vida: Cantabria, Valencia y Madrid, fundamentalmente. Está  aquí su prehistoria poética en Santander, la posguerra, la cárcel y los premios, desde el Adonais de Poesía de 1947 y el Nacional de Literatura, al Príncipe de Asturias del 81 y el Cervantes del 98. Entre los materiales que se exponen hay un diario inédito escrito en la cárcel ente 1941 y 1942 y una novela, “La vida es el fin”, que tampoco llegó a publicar.

EL HOMBRE Y EL POETA

         En 1953, la época que en España triunfaba la llamada poesía social, se publicó un libro de poemas titulado “Quinta del 42” que introducía nuevos ritmos poéticos y registraba importantes novedades a través de procedimientos que fundían tiempos y espacios, realidades y ensueños, mediante efectos sensoriales. Este libro ya contenía algunos de los poemas que marcan toda la obra de José Hierro (“Reportaje”, “Segovia”, “Una tarde cualquiera”) en los dos aspectos básicos de su poesía: la realidad y la imaginación, elementos también presentes en “Estatuas yacentes”, de 1955. Hablando de su propia obra, José Hierro escribió en el Prólogo a la primera edición de sus “Poesías completas” (1962) que sigue dos caminos: “a un lado lo que podemos calificar de reportajes, al otro, las alucinaciones”, aludiendo a los elementos reales e imaginarios, racionales e irracionales, de su mundo poético. “Para algunos –decía Hierro- mi poesía era demasiado lírica para ser social, y demasiado social para ser lírica”.

Estos mismos elementos los encontramos en dos de sus obras posteriores: “Cuanto sé de mí” (1957) y “Libro de las alucinaciones” (1964). Tras un largo silencio sólo interrumpido por la publicación por Seix Barral de sus “Obras completas” en 1974, en 1981 José Hierro publicó “Agenda”, una serie de poemas incluidos en una antología de Visor que, según el propio Hierro, aunque inéditos pertenecen a una etapa anterior. Su siguiente obra volvió a hacerse esperar, pero valió la pena: “Cuaderno de Nueva York” (1998) es uno de los poemarios más importantes de la poesía española contemporánea.

         Aunque nació en Madrid, la infancia de José Hierro transcurrió en Santander, donde comenzó sus estudios, donde le sorprendió la guerra civil (y la cárcel entre 1939 y 1944, acusado de pertenecer a una red clandestina de ayuda a los presos) y donde se casó y tuvo tres hijos. En Santander participó en la fundación de la revista “Proel”, que acogía a los miembros de un grupo poético de la posguerra con este mismo nombre (Hierro, José Luis Hidalgo, Carlos Salomón, Julio Maruri) y aquí publicó sus primeros libros, “Tierra sin nosotros” (1947), “Alegría”, con el que consiguió el Premio Adonais, y “Con las piedras, con el viento” (1950). Después, tras una estancia en Valencia Hierro volvió a Santander y más tarde se instaló en Madrid.

         Una de las facetas que, según dijo en alguna ocasión, le resultaban más gratificantes fue la de su actividad como director y conductor de programas culturales en Radio Nacional de España.

MARIA CASARES Y EL TEATRO

         En “Los libros arden mal” el escritor gallego Manuel Rivas narra dramáticamente cómo quemaron los franquistas la espléndida biblioteca de Santiago Casares Quiroga, quien fuera jefe de gobierno de la II República en 1936 bajo la presidencia de Manuel Azaña. Era el padre de María Casares, una de las mejores actrices de teatro que dio el siglo XX a la cultura europea. Este mes se ha cumplido el primer centenario de su nacimiento. Los fascistas asaltaron también en 1936 la casa familiar de la aldea de Montrove, y una de sus tías, presa del pánico, se arrojó por la ventana, a consecuencia de lo cual quedó paralítica. La familia tuvo tiempo de escapar a la persecución de los fascistas. De la biblioteca quemada se salvaron las obras completas de Shakespeare y los poemas gallegos de Curros Enríquez, unos libros que María Casares y su madre habían metido en la maleta antes de huir hacia el exilio, y que conservaron toda su vida.

         Pocas autobiografías se han escrito tan sinceras, tan auténticas, tan descarnadas, como la que María Casares publicó en 1980 con el título de “Residente privilegiada”, reeditada recientemente por Renacimiento (el título alude a la calificación que se le daba a la actriz en el documento expedido por la prefectura de la policía de París). Y tan bien escritas, hay que añadir, como resaltó Alejo Carpentier en la reseña que dedicó a este libro.

         María Victoria Casares Pérez (quienes la conocieron dicen que le gustaba que la llamasen Maruxa), nació en A Coruña en el 21 de noviembre de 1922. Cambió los paisajes de la aldea gallega de Montrove por el urbanismo de Madrid cuando la familia se trasladó a vivir a la capital de España y más tarde, ya en el exilio, por el cosmopolitismo de la capital francesa, con sus bistrots, sus comercios de  luminosos escaparates y sus calles bulliciosas y elegantes, una ciudad a donde llegó el 20 noviembre de 1936 huyendo de los franquistas cuando estalló la guerra civil. Lo hizo en tren desde Barcelona acompañada de su madre y de Enrique López Tolentino, su joven amante, que luego lo fue también de María. Nunca olvidó aquella Galicia de sus primeros años ni abandonó el acento gallego, con el que hablaba francés, y en sus memorias recuerda que cuando niña su madre le leía poesías de Rosalía de Castro y de Curros Enríquez. En “O tempo das mareas. María Casares e Galicia” María Lopo escribió un texto espléndido en el que recoge la intensa saudade de María por la Galicia de aquella infancia. Y Anne Plantagenet, otra de sus biógrafas, también aprecia este mismo sentimiento en “La única”, título que alude al nombre con el que la llamaba Camus. El director teatral Lluis Pascual escribió de María Casares como actriz que “su genio destiló siempre y en cualquier lengua aires de Finisterre y un perfume de rebeldía profundamente céltico”

Tanto en su biografía como en las obras de María Lopo y Anne Plantagenet la actriz manifiesta además una poderosa defensa de los principios republicanos (en su casa de la calle parisina de Vaugirard acogía frecuentemente a españoles exiliados). Plantagenet dice en su libro que cuando regresó por primera vez a España María Casares no quiso visitar Galicia por miedo a ver la casa familiar saqueada y por lealtad a la memoria de su padre, cuyo nombre un gobernador franquista ordenó que se borrase del Registro civil.  Quienes la conocieron dicen que recuperó el paraíso de su infancia al convertir la casa solariega que compró en La Vergne en una especie de pequeña Galicia.

Al poco tiempo de su llegada a París ingresó en el conservatorio de la capital francesa para estudiar Arte dramático, animada por los actores Pierre Alcover y su esposa Colonna, amigos de sus padres, y en 1949 entró en la Comédie-Française. Desde entonces adoptó como su lema de vida “Mi patria es el teatro” (con este título la editorial Trifolium ha publicado recientemente una recopilación de artículos sobre ella). Desde el principio le encomendaron papeles de responsabilidad en obras de Eurípides, Shakespeare, Víctor Hugo, Racine y Calderón de la Barca. También de autores contemporáneos como Genet, Sartre, Valle-Inclán, Brecht y Anouihl. Al principio de su carrera hizo algunas películas. Se recuerdan sus papeles en “Les enfants du paradis” en 1944, “Les dames du bois de Boulogne” en 1945 y la adaptación de “Orfeo”, de Jean Cocteau, en 1950. Abandonó el cine para entregarse al vértigo del teatro, donde alcanzó un éxito total.

Durante su vida de actriz se relacionó con personajes de la cultura francesa y española, como Picasso, Jean Cocteau y Albert Camus, el Premio Nobel con el que vivió un intenso romance de 16 años que comenzó –recuerda María Casares- en la casa de Michel Leiris el mismo día del desembarco de los aliados en Normandía y duró hasta la muerte del escritor en un accidente de coche. María Casares, que también llegó a representar algunas piezas de Camus, dijo que esta muerte fue como una amputación. La hija de Camus, Catherine, publicó en 1997 la correspondencia que mantuvieron ambos amantes.

Su carrera conoció también grandes éxitos en América latina. Interpretó “María Tudor” de Víctor Hugo y “El triunfo del amor” de Marivaux en Buenos Aires, una ciudad en la que se encontró con escritores gallegos exiliados: Rafael Dieste, Eduardo Blanco Amor, Luis Seoane.

Después de la muerte de Franco, en 1976 representó en Madrid “El adefesio”, de Rafael Alberti, en una gira que no llegó a alcanzar Galicia porque el espectáculo se suspendió. Las sensaciones de esta estancia en España están recogidas en uno de los mejores capítulos de su biografía.

Murió en Alloue en 1996. En España su figura no ha sido tratada con la dignidad que merecen su carrera y su trayectoria vital. Este centenario es una gran oportunidad para rescatar su memoria.

PRESENCIAS DE BOB DYLAN

El Nobel publica el primer disco con temas nuevos desde 2012

En estos años de sequía experimentó con géneros inéditos en su repertorio

         Bob Dylan acaba de publicar un nuevo disco, un doble CD titulado “Rough and Rowdy Ways”, el primero que graba con nuevas composiciones desde que en 2012 sacara “Tempest”. Pero sin embargo Dylan siempre estuvo ahí, en la primera línea de la actualidad musical. Unas veces con  sus actuaciones por todo el mundo en The Never Ending Tour, una gira interminable que comenzó hace más de doce años y aún continúa. Y otras veces con grabaciones sorprendentes, unas más afortunadas que otras: entre estas últimas, el fallido disco de canciones navideñas “Christmas in the heart”.

DESDE EL SÓTANO A SINATRA

El 29 de julio 1966 un accidente de moto estuvo a punto de terminar con la vida de Bob Dylan. Después de aquella experiencia y mientras se recuperaba, el cantautor se recluyó en el sótano de Big Pink, su casa de Woodstock, con The Hawks, su grupo de acompañamiento, conocido luego como The Band, para hacer música sin las presiones de las discográficas y los conciertos, sólo por el placer de tocar. Aquellas sesiones quedaron registradas en cintas que uno de los músicos grabó con un magnetofón Nagra. En 1975 se publicaron algunas bajo el título de “The basement tapes”, pero se sabía que la mayor parte de aquellas cintas estaban inéditas. Casi cincuenta años más tarde, en noviembre de 2014, vieron la luz más de cien temas de aquellas grabaciones del sótano en una colección de seis discos (The basement tapes complete), del que se hizo una selección en forma de doble CD (The basement tapes Raw) en la que se mezclan temas de varios géneros (blues, country, folk, rock) en un completo recorrido por la historia de la música popular americana del siglo XX. Estas grabaciones forman parte de un compendio que fascina a los coleccionistas dylanianos y que ha venido publicándose a lo largo de varios años, desde 1991, bajo el título “The Bootleg Series”, donde se recogen tomas de prueba, canciones tradicionales, versiones alternativas, esbozos, improvisaciones, jam sessions, algunos directos y otras rarezas. Varios de estos temas habían sido ya grabados por algunos de sus amigos: Joan Baez, Peter, Paul and Mary, The Byrds, Manfred Mann. Otros se publicaron en un doble LP pirata: “Great White Wonder”. El año en que se grabaron las cintas, 1968, era el de la eclosión de la contracultura, el “Sgt. Peppers” de Los Beatles, la sicodelia, el verano hippie del amor y también la etapa más cruda de la guerra de Vietnam. Todo eso sucedía mientras  Bob Dylan aumentaba en secreto su leyenda.

         En aquellos años sesenta era absolutamente impensable que Bob Dylan hiciese versiones de baladas que habían sido éxitos en la voz de crooners, como Tony Bennett, Frank Sinatra, Perry Como o Andy Williams, pero con Dylan nunca se sabe, así que en 2015 sorprendió a sus seguidores (y en realidad a todo el mundo) con “Shadows In The Night”, un álbum de canciones de Frank Sinatra, de quien Dylan, pasados los setenta años, se confesaba admirador en una entrevista (la primera desde hacía mucho tiempo),  que concedió a “AARP the Magazine”, una revista dirigida a mayores de 50. “Para mí, Sinatra siempre ha estado ahí”, dijo a su entrevistador. Eran diez canciones poco conocidas del repertorio de Frank Sinatra, como “I’m a fool to want you”, una de las pocas que firmó como coautor, dedicada a Ava Gardner, o sus versiones de “Stay with me” y de “Las hojas muertas” del francés  Yves Montand. Aunque con un acompañamiento musical totalmente distinto al orquestal y de big band que utilizaba Sinatra, Bob Dylan quiso grabar el disco en los míticos estudios B Capitol de Los Ángeles, donde también grababa La Voz.

Por si fuera poco, en Marzo de 2017 se publicó “Triplicate”, cuyo título desvela un disco triple con 30 canciones que, otra vez, ya había cantado Frank Sinatra, además de otros crooners. Es más, muchas no eran nuevas grabaciones, sino sobras que no habían tenido cabida en “Shadows in the Night”. Ahora se agrupaban en tres discos con títulos de época: “Hasta que caiga el sol”, “Muñecas diabólicas” y “Volviendo tarde a casa”.

Entre medias, en 2016, Dylan anuncia la publicación de “Fallen Angels”, su 37 disco oficial grabado en estudio, otra gran sorpresa, porque se trata de un álbum con grabaciones de temas clásicos de jazz y swing de los años treinta y cuarenta, algunos grabados por Bing Crosby, Glenn Miller y, otra vez, Sinatra: “Young At Heart”, “You’ll Be True”, “All The Way”, “On A Little Street In Singapore”, “All or Nothing”, “It Had To Be You”.

BOB DYLAN Y LA RELIGION

En 2003 llegó a mis manos un extraño CD titulado “Gotta Serve Somebody. The Gospel Songs of Bob Dylan”. Se trata de un disco con canciones religiosas compuestas por Bob Dylan, cantadas por intérpretes tan desconocidos por aquí como Shirley Caesar, Lee Williams, los Fairfield Four, Aaron Neville o Helen Baylor. Sólo un tema, “Gonna Change My Way Of Thinking” estaba cantado por Dylan, acompañado de Mavis Staples. Tengo que confesar que entonces yo desconocía absolutamente esta faceta religiosa de Dylan. El origen se sitúa en una leyenda que cuenta que en Tempe, durante uno de sus conciertos, un asistente lanzó al escenario donde cantaba Dylan un crucifijo de plata que el cantante recogió y guardó en uno de sus bolsillos y que desde entonces lo acompaña e inspira sus canciones con referencias bíblicas. Al parecer, Dylan lleva años dando conciertos en comunidades religiosas con temas de este tipo.

En 2017 Dylan volvió al Gospel con “Trouble No More”, un doble CD con canciones religiosas compuestas entre 1979 y 1981 (una versión de este mismo disco incluía ocho CDs, un libro y un DVD) con temas interpretados con una gran fuerza, como “Ain’t Gonna Go To Hell for Anybody”, y otros que Dylan canta en esos conciertos en los que acompaña sus canciones con sermones y  arengas religiosas en la línea de los telepredicadores.

Y otra sorpresa, aunque en otra línea. En 2019 se publicó “Travelin’ Thru”, un triple disco con temas country, un género que viene acompañando a los norteamericanos  desde los años treinta y cuarenta, y cuyos ritmos están en los orígenes del rock and roll, pero que era rechazado por la progresía por sus letras rurales con mensajes conservadores. Dylan ya había abordado el género en algunos de sus temas y sobre todo en el álbum “John Wesley Harding”, de 1967, grabado en Nashville, la patria del country. Muchos de los temas country grabados por Dylan en los setenta se habían rescatado en la entrega número 15 de “The Bootleg Series”. Pero en 2019 “Travelin’ Thru” recogió muchos de los que habían quedado fuera de esta y otras recopilaciones, algunos de ellos cantados a dúo con clásicos del género como Johnny Cash y Carl Perkins.

Llega ahora “Rough and Rowdy Ways” precedido de “Murder Most Foul”, un tema promocional de 17 minutos que Dylan dio a conocer el 17 de marzo, con el asesinato del presidente norteamericano John F. Kennedy en 1963 como eje central. El nuevo doble CD de Dylan parece recoger todos esos géneros que practicó durante los años de sequía, con referencias al jazz, el rithm and blues, ecos del country rock de Eagles y hasta del sonido Stones. Tal vez no sea su último disco (Dylan tiene ya 79 años: ¿es premonitorio el título “Mother of Muses”, en el que algunos críticos han querido ver un testamento?) pero en todo caso sí que es uno de los mejores de su carrera y un canto a su país. También un homenaje a la poesía de Walt Whitman (“I Contain Multitudes”) y a la belleza lírica de las baladas tradicionales (“Key West”).

        

NUEVA EDICIÓN DE “LÍRICA DE UNA ATLÁNTIDA” DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

 

El libro, inédito en España durante más de 40 años, recoge las cuatro últimas obras del Premio Nobel

“Lírica de una Atlántida”, que ahora publica la editorial Tusquets, recoge los cuatro últimos libros escritos por Juan Ramón Jiménez, apenas divulgados en España hasta que en 1999 los rescatara una edición de Alfonso Alegre Heitzmann, terminando con la injusticia histórica de un oprobioso silenciamiento de la obra del poeta. Heitzmann es también el autor del excelente prólogo a esta nueva edición.
Las cuatro obras ocupan un único volumen, tal como lo concibiera JRJ. Entre esos libros está una de las mejores obras del poeta de Moguer, “Dios deseado y deseante”, publicada póstumamente, en 1964, de la que hasta ahora en España había una única y casi ignorada edición de hace más de cincuenta años. La edición de Aurora de Albornoz de “En el otro costado”, de 1974, hace años que está descatalogada y “De ríos que se van” también de 1974, apenas tuvo difusión. “Una colina meridiana”, que nunca se había editado hasta 1999, incluye doce poemas inéditos, y hay otro más en “Dios deseado y deseante”.
Se trata nada menos que de aquella que Juan Ramón Jiménez consideraba su mejor poesía, la que él mismo definió como el fruto de su etapa “suficiente y verdadera”. En el prólogo en prosa de “Dios deseado y deseante” escribe JRJ que “lo místico panteísta es la forma suprema de lo bello”. Los cuatro libros los escribió a lo largo de los últimos veinte años de vida.
AL RESCATE DE UNA CUMBRE DE LA POESÍA ESPAÑOLA
Es asombrosa la desidia con la que se trató hasta hace poco en España la obra poética de JRJ, y no sólo por la ignorancia a la que se sometió esta “Lírica de una Atlántida”. La antología de Josep María Castellet “Veinte años de poesía española 1939-1959” no recogía nada de JRJ, a pesar de que cuando se publicó en 1962 ya se le había concedido el Premio Nobel, pero es que tampoco hay nada en la reedición de 1966. Su antología “Leyenda”, sus dos libros de aforismos “Ideolojía I y II”, su poemario “La estación total” (1923-1936), nunca fueron tratados con la atención merecida por el poeta. Únicamente “Platero y yo” ha gozado del reconocimiento de los lectores. Y es la mejor prosa poética del siglo XX en castellano. Su figura comenzó a reivindicarse en 1981 a raíz de la celebración del centenario de su nacimiento.
Durante el franquismo JRJ fue el poeta que sufrió los ataques más despreciables, las mentiras y las calumnias más bochornosas. Su figura y su obra fueron silenciadas por el régimen y sorprende que tampoco algunos de sus discípulos y antaño admiradores (Pedro Salinas, Jorge Guillén, Luis Cernuda) las acogieran como se merecía, aunque son conocidas las diatribas de JRJ contra algunos de los poetas de la generación del 27. Acusaban a JRJ de estar encastillado en su pureza poética mientras los jóvenes decían estar más comprometidos con la vida. El compromiso de JRJ era con la poesía, como demuestran sus obras “Romances de Coral Gables”, “Espacio” y “Animal de fondo”, con la idea de conseguir la perfección absoluta, para lo cual corregía y recomponía sus versos, obsesiva, incesantemente. Mientras esta desidia por la obra de JRJ campaba en España (con excepciones como la de Ángel Valente, Antonio Colinas, Sánchez Robayna, Caballero Bonald o Ángel Crespo), en el extranjero su obra era ensalzada por voces como las de Octavio Paz y Lezama Lima. Dos volúmenes que ocupan casi seis mil páginas y que recogen la práctica totalidad de la obra en verso y prosa de JRJ (publicados por Espasa Calpe en 2005), paliaron de alguna manera la injusticia del silencio sufrido por el poeta durante largos años, aunque hay que advertir que no se trata de sus obras completas (por ejemplo, no están “Ideolojía” ni esta “Lírica de una Atlántida” que comentamos). Sigue sin completarse el proyecto de la editorial Visor y de la Diputación de Huelva de publicar la obra completa en 48 volúmenes.
UNA VIDA PARA LA POESÍA
Nacido en una familia acomodada, tercero de los hijos del segundo matrimonio de un consignatario de buques mercantes y comerciante de vinos y licores, JRJ llegaba a Madrid en 1900, cuando apenas contaba 19 años. Había dejado a medias los estudios de Derecho y de Bellas Artes iniciados en Sevilla y los problemas a los que la familia tuvo que enfrentarse a la prematura muerte de su padre ese mismo año. Recién llegado a Madrid publicó, influido por el Modernismo, sus dos primeros libros, “Ninfeas” y “Alma de violeta” (títulos sugeridos por Valle Inclán y Rubén Darío), de los que se arrepintió toda la vida. Durante una estancia en un sanatorio francés conoció de primera mano a los simbolistas Jammes, Laforgue, Verlaine, Samain, que influyeron con fuerza en la poesía de su primera etapa: “Melancolía”, “Laberinto”, “Sonetos espirituales”, aunque más tarde abandonó la poesía francesa para abrazar el romanticismo inglés y alemán de Keats y Hölderlin. Una salud delicada hizo que en 1905 tuviera que regresar a Moguer, donde permaneció hasta 1911.De vuelta a Madrid, en su nueva etapa vivió en la Residencia de Estudiantes, se casó con la hispano-norteamericana Cenobia Camprubí (traductora de Rabindrath Tagore) a la que conoció durante un viaje a América, y se relacionó con los poetas de la generación del 27: Lorca, Guillén, Cernuda, Salinas, Alfonso Reyes, Bergamín, Espina. La publicación de su “Segunda Antolojía Poética” en 1922 muestra ya a un poeta en plena perfección. Durante las primeras décadas del siglo fue uno de los grandes protagonistas de la poesía española y uno de los poetas más influyentes en la iberoamericana. En agosto de 1936, obligado a tomar el camino del exilio con su esposa, Juan Ramón era ya, con Lorca y Antonio Machado, el poeta español más importante del siglo XX. Desde entonces el matrimonio peregrinó por América hasta recalar en Puerto Rico. Allí, perdida la esperanza de regresar a España, escribió sin descanso, organizó sus obras, sus versos y sus prosas, sus aforismos y sus cartas. Siguió corrigiendo sus textos, modificando títulos, reordenando materiales con el fin de preparar la edición de lo que llamaba Obra Completa. Entre sus mejores libros, también “Sonetos espirituales” (1917) y “Diario de un poeta recién casado” (1917). En prosa publicó “Españoles de tres mundos” y una recopilación de algunas de sus lecciones en “Modernismo”. La muerte le llegó en 1958, dos años después de recibir el Nobel y de sufrir la pérdida de Zenobia, que lo sumió en una depresión de la que no llegó a recuperarse.

ÁNGEL VALENTE. LA OBRA Y LA PALABRA

Se publica un ensayo sobre toda la obra del poeta y un libro con sus entrevistas

 

La cátedra Ángel Valente de Poesía y Estética de la Universidad de Santiago de Compostela y su director Claudio Rodríguez Fer vienen desarrollando una notable actividad en relación con la figura de Ángel Valente y la divulgación de la obra del poeta ourensano, como demuestran los tres volúmenes de la biografía intelectual “Valente vital”, ya reseñados desde estas mismas páginas. Ahora aparece “Valente infinito (Libertad creativa y conexiones interculturales)” (Universidad de Santiago de Compostela), donde Rodríguez Fer se aproxima a la obra de Ángel Valente desde una interpretación de su poesía, de sus ensayos y traducciones y de parte de la correspondencia que mantuvo con algunos de sus contemporáneos.
Rodríguez Fer califica a Valente como un “creador total” cuya obra está fundamentada en “la profunda asimilación de la tradición más canónica, de la heterodoxia más singular y de la vanguardia más disolvente”. Estudia Rodríguez Fer también en este volumen las conexiones interculturales de la obra de Valente a través de las interacciones y los intercambios que suponen el enriquecimiento mutuo para las culturas en contacto, en este caso las místicas cristiana y judía y su atención por el sufismo y la cábala, ya estudiadas también en el volumen tercero de la biografía citada, dedicado a las lecturas de Valente sobre estas culturas a raíz de las obras de su biblioteca personal.
Rodríguez Fer rastrea los orígenes y las influencias de la poesía de Ángel Valente, desde el magisterio formal de Quevedo y la poesía mística a la revisión de la tradición funeral clásica (pasar por la muerte para volver a la vida), que Valente expuso en los “Poemas a Lázaro”. Otros magisterios, como los de Hölderlin, Borges o Lezama Lima son objeto de un tratamiento en profundidad. También analiza la denuncia de lo falso y la revelación de lo oculto que Valente introduce en su obra poética, así como la forma de su poesía, en la que Valente utilizaba la técnica fragmentaria y “el permanente hacerse de la obra inacabada”.
La atención dedicada a la poesía de Ángel Valente ha marginado en parte su obra ensayística, una de las más serias y lúcidas de la cultura española. Sus artículos en revistas (“Índice”, “Cuadernos para el diálogo”, “Revista de Occidente”, “Ínsula”, “Triunfo”) y diarios (“Faro de Vigo”, “El País”, “ABC”, “El mundo”), así como sus aportaciones a publicaciones de ámbito iberoamericano (“Cuadernos Hispanoamericanos”, “Vuelta”) y de la emigración y el exilio (“Cuadernos del Ruedo Ibérico”, “A nosa Galiza”) han quedado como modelos de análisis de la actualidad política, económica y cultural española e iberoamericana del momento. Rodríguez Fer dedica en este volumen a estos ensayos la atención de justicia que se le ha venido negando.
En el epígrafe “El traductor transparente” Rodríguez Fer se ocupa de estudiar esta actividad valentiana, casi desconocida para sus lectores. Valente dominaba siete idiomas y tenía como ocupación profesional la de traductor en la Unesco. Sus traducciones de poetas de lengua no española eran más que un vuelco al castellano y se convertían en versiones literarias y poéticas de las obras que Valente acometía. Tradujo a poetas ingleses (Dylan Thomas, Keats, Robert Duncan), italianos (Eugenio Montale), griegos (Cavafis), franceses (Cioran, Jabès, Camus, Aragon), alemanes (Hölderlin, éste también al gallego)… y a veces documentos de compromiso con causas políticas o ideológicas que consideraba justas.
Uno de los capítulos de este libro está dedicado a la obra en idioma gallego de Ángel Valente que, aunque escasa, tiene el mismo nivel de calidad poética que su producción en castellano. Sus “Cantigas de alén” certifican la universalidad de su obra poética. El idioma gallego, que recuperó a través de los contactos con la emigración durante su estancia en Suiza, lo mantuvo siempre en conversaciones con sus paisanos y en las lecturas de los clásicos y contemporáneos gallegos, desde las cantigas de Afonso X a Rosalía de Castro y los vanguardistas Vicente Risco, Luis Pimentel, Manuel Antonio, Rafael Dieste…
Por último, resulta muy interesante la lectura de las cartas que Valente intercambió con poetas como Jorge Guillén y Octavio Paz, o el propio Rodríguez Fer y con escritores como Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Los capítulos dedicados a los libros de Valente ilustrados por artistas (Tapies, Chillida) y fotógrafos (Antonio Gálvez, Jeanne Chevalier, Manuel Fauces) y el interés del poeta por la música (desde el folclore de Galicia y el jazz a la sinfónica y el flamenco) completan una visión panorámica de la obra de Valente, una visión susceptible de ser analizada desde otros postulados, como seguramente seguirán haciendo los responsables de la cátedra que nos ofrece esta obra singular.
SOSTIENE VALENTE
Claudio Rodríguez Fer es el autor de la entrevista más extensa que se incluye en “El ángel de la creación” (Galaxia Gutenberg), un libro que reúne algunas de las que Ángel Valente concedió a diversos medios. La generosidad de Valente facilitaba la comunicación con sus lectores a través de la entrevista (yo mismo le hice algunas para los telediarios de TVE), a través de las cuales el poeta aclaraba y profundizaba aspectos de su vida y de su obra, haciéndola más asimilable y comprensible. El poeta Andrés Sánchez Robayna, coordinador de este volumen (“el mejor poeta joven”, dice de él Valente en una de estas entrevistas), ha elegido como título el que la escritora Ana Nuño utilizó para la publicada en la revista “Quimera” en abril de 1998, en la que Valente cita la figura del ángel del cuadro de Paul Klee, con el que se identifica; un ángel que está siendo arrastrado hacia adelante por el viento del progreso mientras dirige su vista hacia atrás, hacia el origen.
El libro recoge 42 entrevistas ordenadas cronológicamente (de 1954 al 2000) publicadas en medios como “El País”, “ABC”, “Diario 16”, “La Vanguardia”, “Triunfo”, “Quimera”, “El Ciervo”, Televisión Española… y otros menos conocidos (“Espacio”, “Magazine litteraire”) en las que Ángel Valente repasa su trayectoria y aclara muchos aspectos de su teoría poética. Inevitablemente se repiten algunas de las afirmaciones que Valente hacía a sus interlocutores, como sus años de exilio, la identificación entre mística y poesía, el rechazo a pertenecer a una determinada generación o grupo poético o las relaciones de su poesía con la pintura, la música y la fotografía. Pero es un placer leer (o releer después de tantos años) estas entrevistas, que ofrecen al lector nuevos argumentos y le proporcionan nuevas dimensiones para entender y penetrar en la obra de Valente.

REFLEXIONES SOBRE LA MERCANTILIZACIÓN DE LA CULTURA

La palabra y la poesía son los ejes de la exposición retrospectiva de Rogelio López Cuenca en el Reina Sofía

Francisco R. Pastoriza
Uno entra en esta exposición de Rogelio López Cuenca en el Museo Reina Sofía de Madrid como si penetrara de pronto en un mundo en el que al mismo tiempo está la realidad y la irrealidad del mundo que acaba de abandonar y al que habrá de volver finalizado el recorrido por las nueve salas que albergan otros tantos montajes e instalaciones de este artista nacido en Nerja en 1959.
La palabra ha sido desde siempre para López Cuenca uno de los materiales con los que ha trabajado tanto en su obra plástica y visual como en su poesía, y a esa palabra está dedicada esta exposición antológica. De ahí el título de “Yendo leyendo, dando lugar”. Es esta una muestra que se fundamenta en la reivindicación de la palabra tanto desde la escritura como desde la lectura, y en la que se da protagonismo no sólo al autor de textos literarios, ensayísticos o poéticos, sino también a sus receptores e intérpretes: la lectura también como un acto esencialmente creativo. Para ello el artista utiliza elementos multimedia (pinturas, videos, carteles, fotografías, recortes de prensa) a los que convierte en protagonistas de un mensaje crítico con las industrias de la comunicación y el turismo, aquellas que convierten en objetos de consumo los elementos del arte y el lenguaje, como en esa especie de pabellón de hombres ilustres de una de las salas donde se muestra cómo las vanguardias, en este caso del socialismo soviético, son asimiladas y transformadas en iconos consumibles por la sociedad capitalista. Paralelamente se abordan cuestiones como la inmigración, la memoria histórica, el colonialismo y la especulación urbanística.
EXPOSICIONES, MONTAJES, INSTALACIONES
El recorrido por la exposición se inicia en una sala en la que se agrupan trabajos hechos por López Cuenca en colaboración con otros artistas en la década de los ochenta, en los que se han utilizado lenguajes vanguardistas, como el collage, las grafías y las sonoridades para dar una nueva dimensión a los contenidos del libro a través de la poesía, la escritura y las artes visuales multimedia; se trata de una invitación a transgredir los límites de todos esos lenguajes. En el mural “Que surja” se deconstruye un poema de Vicente Huidobro utilizado en una valla publicitaria de la Conmemoración en 1992 del Centenario del Descubrimiento de América.
Para la recuperación crítica de la memoria histórica López Cuenca se remite al episodio de la matanza de miles de personas que huían de Málaga a Almería por la carretera N-340 en la madrugada del 7 al 8 de febrero de 1937 en la guerra civil española, ametrallados desde aviones en vuelo rasante y desde cruceros cercanos a la costa . Utiliza la ironía a través de la errata periodística, falseando imágenes y pies de foto y mostrando cómo una viñeta humorística se utiliza como arma para deshumanizar al enemigo. Se trata de dar publicidad a un pasaje de la guerra civil silenciado durante muchos años y apenas conocido por las generaciones posteriores.
La instalación tal vez más espectacular es la que recoge el proceso de transformación de las ciudades en marcas publicitarias a través de la mercantilización de iconos. Málaga es el paradigma elegido por López Cuenca, con el ejemplo de cómo la figura de Pablo Picasso, por el hecho de haber nacido en la ciudad por la que casi nunca mostró mucho interés dicho sea de paso, ha dado lugar a la apropiación de su nombre por una omnipresente industria turística y especulativa en una doble dirección: la picassización de la ciudad y la malagueñización del artista. La figura de Picasso y su utilización como reclamo comercial se muestran junto a los productos típicos de una tienda de souvenirs, entre los que se hace difícil distinguir los reales de los inventados por el artista.
Medios de comunicación de masas, publicidad, propaganda política, carteles, mapas, banderas, logotipos, eslóganes, señales de tráfico… constituyen los elementos de otra de las salas de esta exposición en las que el artista utiliza la ironía y el humor para cuestionar los valores del mundo del arte asentados en las convenciones del sistema (la obra maestra, el artista genial) y convertidos por el neoliberalismo en marcas icónicas que generan pingües beneficios económicos. Una crítica al proceso neoliberal de la monetariación del arte.
La exposición se cierra con “Las islas”, una instalación multimedia creada expresamente para esta muestra, donde unos maniquíes masculinos vestidos con camisas hawaianas en un entorno de territorios vírgenes representan el ocio y el relax turísticos al mismo tiempo que el colonialismo de sus antepasados en estos mismos territorios. Una original denuncia de la perpetuación del colonialismo a través de la industria turística.

TÍTULO. Yendo leyendo, dando lugar
LUGAR. Museo de Arte Reina Sofía. Madrid
FECHAS. Hasta el 26 de agosto

¿MERECIÓ BOB DYLAN EL NOBEL DE LITERATURA?

La pregunta que encabeza este artículo fue la que con más frecuencia se planteó en todo el mundo desde el mismo momento en que la Academia sueca dio a conocer el nombre del ganador del premio Nobel de Literatura de 2016. Para los seguidores de Dylan no había duda, aunque la mayoría, sobre todo la de habla no inglesa, conoce mejor la música de sus canciones que sus letras.

Probablemente si Bob Dylan fuera un poeta que hubiese publicado su obra únicamente en libros, no habría obtenido nunca el Nobel de literatura, y no porque la calidad de sus poemas no sea merecedora del premio, como lo fue en su día la de la polaca Wislawa Szymborska o la de nuestro Vicente Aleixandre, sino porque la nómina de poetas del mundo es tan amplia y de tan alta calidad que es muy difícil conseguir con una obra poética el premio literario más importante del mundo. Seguramente la academia no se hubiera fijado en los poemas de un poco conocido Bob Dylan.

Así que, probablemente, este año el Nobel ha querido premiar algo más que unos poemas, algo más que una obra escrita en verso, y por eso en esta ocasión ha decidido fijar su atención en el formato elegido para la divulgación de esa obra poética: la música. Se ha dicho también que con este premio se reconoce la función de los cantantes, los nuevos juglares, en la divulgación de la poesía, y se recuerda que los orígenes de ésta  fue la oralidad (la oralidad cantada) antes que la escritura. Por mi parte ya he manifestado mi acuerdo con la decisión de la academia (http://periodistas-es.com/bob-dylan-abre-las-puertas-del-cielo-76979) porque entiendo que la calidad de la poesía de Bob Dylan está a la altura de la de muchos poetas contemporáneos y es portadora de valores literarios y sociales muy apreciados en nuestras sociedades, desde la lucha por los derechos civiles y las libertades hasta su antibelicismo contestatario o la defensa de la dignidad de las personas.

UNA POESÍA DIFÍCIL

Para quienes no hayan podido apreciar en su justa dimensión los poemas de Bob Dylan, o las letras de las canciones si lo prefieren, acaban de publicarse en España dos libros que recogen la práctica totalidad de su creación poética y analizan en profundidad sus valores literarios, lo cual resulta muy útil para tener una opinión fundada acerca de la obra de Dylan.

En “Bob Dylan. Letras completas” (Ed. Malpaso) tres traductores, Miquel Izquierdo, José Moreno y Bernardo Domínguez Reyes han hecho un excelente trabajo, superior al ya de por sí cualificado de Carlos Álvarez para las letras del cantante norteamericano incluidas en “Bob Dylan. Escritos, canciones y dibujos” que la editorial Aguilera publicara en dos volúmenes en 1975. Los traductores de esta nueva edición añaden además amplias notas con información sobre sus discos y la gestación de las canciones y relacionan algunos pasajes de sus poemas con obras que los han inspirado o con las que se relacionan. En algunos casos se incluyen también los facsímiles de las hojas originales sobre las que Dylan escribió las canciones.

Ciertamente no es lo mismo un poema que la letra de una canción. Ambos tienen sus propias cualidades, sus condicionamientos y sus dificultades y diferencias. Lo saben muy bien sobre todo aquellos poetas que han compuesto letras de canciones y han tenido que adaptarse a un lenguaje en realidad muy diferente. En las letras de las canciones hay que atender a los recursos retóricos, las alteraciones obligadas por el ritmo de la música, las repeticiones, paronomasias y aliteraciones para cubrir ciertos huecos poemáticos, las adaptaciones de la rima al rigor formalista del ritmo, los procedimientos para facilitar la interpretación del cantante, las adaptaciones al género en el que se canta (country, folk, rock, balada, etc.) y a los instrumentos que se utilizan…

La traducción de las letras de las canciones de Dylan no es una tarea fácil, además, porque no se trata sólo de volcar al idioma español las palabras que figuran en inglés, ni siquiera su significado correcto, sino de encontrarles un sentido lo más cercano a lo que el autor quiso decir en el momento de componerlas. Hay canciones de Dylan en las que a un verso que remite a la Biblia (por cierto, las alusiones bíblicas son muy frecuentes) sucede el titular de una noticia del “New York Times” del día en que compuso la letra. Sus alusiones al judaísmo o al cristianismo pueden colarse de pronto entre los versos de una canción de amor o de un canto a la libertad. Y la utilización de jergas, argots, slang y juegos de palabras es algo también muy frecuente en las letras del bardo. Las alusiones cinematográficas, teatrales, televisivas y sobre todo  literarias son otra de las constantes de su obra poética, y en relación con estas últimas, de una amplitud gigantesca porque Dylan es uno de los lectores más ávidos (y no sólo de poesía) del panorama estelar de la música popular contemporánea. Entre las lecturas de Dylan están Shakespeare y Rimbaud, Chejov y Truman Capote, Kerouac, la beat generation y John Steinbeck; Milton y Keats, Ezra Pound y T.S. Eliot (añádanle los autores que él mismo mencionó en el discurso de recepción del Nobel). Además, como reconocen los traductores de esta edición, las difíciles metáforas que utiliza, la sintaxis tortuosa de algunos de sus versos, las alusiones enigmáticas, ambigüedades, equívocos, extravagancias y otros elementos, complican a veces el significado final de sus poemas e invitan a interpretaciones controvertidas. Por si fuera poco, para complicar el trabajo, el propio Dylan ha dado en sus entrevistas significados diferentes de un mismo texto.

VISIONES DEL PECADO

Christopher Ricks, catedrático de Literatura de las universidades Oxford y Boston, es autor de uno de los libros más citados por los biógrafos y exégetas de la obra de Bob Dylan, “Dylan poeta. Visiones del pecado”, que acaba de publicar en España la editorial Langre. La originalidad del ensayo de Ricks es el hilo conductor que utiliza para analizar las letras de las canciones de Dylan, a las que somete a un minucioso examen a través de los contenidos que hacen referencia a los pecados capitales, a las virtudes teologales y a las gracias divinas. No se trata sin embargo de un análisis religioso ni doctrinal (Christopher Ricks se confiesa ateo) sino de analizar cómo los pecados y las virtudes protagonizan los argumentos de muchas de las canciones del flamante Nobel de Literatura, tanto de sus épocas más religiosas (judía y cristiana) como de aquellas que aparentemente están más alejadas de los sentimientos de la fe y la trascendencia. En este sentido el profesor Ricks agrupa canciones de diferentes etapas del bardo en capítulos dedicados a la Envidia, la Codicia, la Gula, la Pereza, la Lujuria, la Ira o el Orgullo y otras en apartados como Justicia, Prudencia, Fortaleza y Templanza o Fe, Esperanza y Caridad. Sería interesante detenerse en algunos contenidos de cada uno de estos apartados, aunque nos ocuparía un espacio que sobrepasa las dimensiones de este artículo. Sugiero a quienes estén interesados en conocer en profundidad la obra poética de Bob Dylan se sumerjan en la lectura de estas dos obras. Y la recomiendo sobre todo a aquellos que quieren saber si, ciertamente, Dylan mereció el Premio Nobel de Literatura.